No nos contentemos con lamentar la victoria de la reacción. También hay que preguntarse qué errores se han cometido en el intento de ayudar a los desempleados jóvenes a encontrar un primer trabajo.
No era la primera vez que Villepin intentaba aligerar el blindaje de los contratos laborales, pero esta vez, incitado por los desórdenes sociales de otoño en los barrios marginales de toda Francia, decidió buscar el modo de fomentar la contratación de jóvenes permitiendo un Contrato de Primer Empleo (CPE) de dos años para menores de 26.
Con la esperanza de que eso redujera los motivos de prevención ante candidatos sin experiencia, estableció condiciones para el patrono algo menos estrictas que para el contrato normal. Concretamente, la firma de un CPE habría trasladado al trabajador la carga de la prueba de lo injustificado del despido. El patrono habría tenido la obligación de dar preaviso de quince días o un mes y de pagar una indemnización del 8% del bruto cobrado, dependiendo de la duración del empleo.
Si el contrato hubiera durado dos meses el Estado se obligaba a pagar 490 euros al despedido, y, tras seis meses, a la concesión del subsidio de paro, como en un contrato indefinido. Con los brazos en alto y la bandera blanca, Villepin promete ahora aumentar las ayudas para el empleo de los jóvenes marginados. Nadie cree que esto vaya a paliar el desempleo de uno de cada cinco jóvenes.
La idea de Villepin no era mala en sí. En especial, las pequeñas y medianas empresas son las que sufren un daño mayor cuando se equivocan en la selección de un nuevo empleado. Como ellas son las que más empleos crean, el primer ministro francés vio el cielo abierto.
La resistencia en las calles la crearon tres grandes grupos de interés. En primer lugar, los jóvenes no marginales, con estudios universitarios y esperanzas de conseguir un contrato normal, de carácter indefinido, después de seis meses, temían que los patronos aplicaran el CPE a todos los contratos de jóvenes de menos de 26 años. Luego, los jóvenes marginales temían que, caso de encontrar trabajo, los patronos los echaran enseguida si no estaban a la altura de sus nuevas obligaciones. Por fin, los sindicalistas temían que éste fuera el primer paso para reducir sus privilegios laborales, incluida la escandalosa semana de 35 horas. Este último temor atenazaba sobre todo a los funcionarios y empleados de las empresas públicas, a los que ni se puede despedir ni se puede exigir mayor productividad.
Esas posturas interesadas no habrían tenido eco en la opinión pública si no fuera porque en Francia, en general, no comprenden el funcionamiento de las leyes del mercado. No descubrimos el Mediterráneo al decir que toda reducción del coste de contratación de los trabajadores dará lugar a una mayor demanda de mano de obra. Entre lo que cobra el trabajador y lo que cuesta ese trabajador al patrono hay una cuña de gastos adicionales. Esa cuña es la suma de las contribuciones de la empresa a la Seguridad Social, que equivalen a un impuesto regresivo sobre la mano de obra, más las otras "conquistas del proletariado", como la limitación legal de la semana de trabajo o el abuso de la incapacidad laboral, la exageración de las indemnizaciones por despido o la excesiva generosidad del subsidio de paro.
El público europeo cree que los costes excesivos no tienen consecuencias para el empleo y que el gasto del Estado cae del cielo. Los jóvenes, que quizá viven en un piso subvencionado pero seguro que reciben educación y sanidad casi gratuita, y esperan pronto un subsidio de paro, creen que se les debe todo, incluso un puesto de trabajo permanente; si es posible en un ministerio, o en los ferrocarriles, o en la eléctrica del Estado. Cuando descubren que no todo el monte es orégano se enfurecen, huelgan, manifiestan, queman y echan abajo el Gobierno. Los sindicatos franceses, entretanto, lobos cubiertos con piel de cordero, animan a la protesta precisamente a quienes ellos condenan al paro para mantener sus privilegios.
Es un error, de todas maneras, concentrar las reformas en un pequeño sector de la población sin que quede clara la contrapartida de su sacrificio. La misma equivocación que Villepin cometió Schroeder cuando buscó reformar sólo las pensiones. Las reformas tienen que ser amplias, de tal manera que los que pierden alguno de sus privilegios, reales o imaginados, ganen en mayor oportunidad de trabajo, menor coste de la cesta de la compra, más oferta de bienes y servicios.
Parece que Sarkozy ha prometido una reforma general del mercado de trabajo para reducir los agravios comparativos. Pero además debería liberar las horas y licencias de comercio, reducir el gasto público y los impuestos... ¿Ustedes creen? ¡Pobre Francia!
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