Ann Coulter es una escritora norteamericana, autora de monumentales best sellers antiprogresistas como Slander. En la portada de su último libro (titulado Godless) aparece con su imagen habitual: vestida de forma minimalista, con un traje negro como de Armani y su melena rubia. Es algo que tiene la virtud de poner rabiosos a los progresistas. Se trata de un reflejo pavloviano, difícil de explicar. Tal vez notan que Ann Coulter ha entrado en un terreno que creían exclusivamente suyo.
Se lo permiten, en cambio, a Condoleezza Rice. La secretaria de Estado suele desplegar un aparato formidable de trajes, abrigos y complementos de marcas caras. La diferencia reside en que Condoleezza Rice es el poder en persona, mientras que Ann Coulter juega, en política, una carta tradicional en la derecha norteamericana: la del anti-establishment. Por eso los progresistas, que sobre todas las cosas reverencian el poder y lo temen como si fuera de naturaleza divina, se sienten halagados por quien desde las alturas les lanza guiños como ése, que tal vez les permite imaginarse que de alguna manera los todopoderosos los tendrán en cuenta e incluso se portarán bien con ellos.
De forma un poco paradójica –contraintuitiva, como se permiten decir los economistas–, la imagen de Condoleezza Rice es probablemente una de las causas de los rumores que corren por ahí acerca del final de la influencia neocon en Washington y el presunto reblandecimiento de la línea dura en la política exterior norteamericana. Dice tanto de los progresistas como de la derecha. De los primeros sugiere alguna forma de masoquismo. Probablemente están dispuestos a rendirse pronto a quien se apropia de sus códigos estéticos, sobre todo si lo hace con una cierta dureza prometedora de quién sabe qué fantasías un poco turbias. De la segunda, o sea de la derecha, indica que maneja con soltura códigos estéticos que los progresistas consideraban de cosecha propia.
Esto último es una simpleza.
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La derecha norteamericana –la derecha consciente y voluntariamente liberalconservadora– puede reivindicar como propia la estética clasicista, cívica, la de la religión de la virtud republicana que tan bien se expresa en los monumentos de la ciudad de Washington o, en tono menor, en el individualismo ilustrado del urbanismo de Filadelfia y de las mansiones que se construía la generación de los fundadores de Estados Unidos. También forman parte de su estética los rascacielos de Manhattan y Chicago, trofeos de la ambición individualista y la libre cooperación.
Además de eso, la derecha se sofisticó, con plena conciencia de lo que hacía, durante los años 50 del siglo pasado. Bill Buckley y el grupo de la National Review, neoyorquinos puros, utilizaron con inteligencia el humor, el ironía y el sarcasmo para contrarrestar el glamour del radical chic tan característico de la Nueva Izquierda de los años 60. Nadie podrá decir, por otra parte, que Ayn Rand y sus amigos, de la derecha más rabiosamente libertaria, entre los que se contaba un joven Alan Greenspan, fueran gente carente de gusto.
Ahora bien, es verdad que, como demuestra el éxito de Ann Coulter, la derecha norteamericana ha cultivado desde hace mucho tiempo una imagen de rebeldía popular, furiosamente individualista y anárquica. Aquí confluye la estética popular –popular de verdad, sin las ironías del pop art– propia de Wal-Mart y los productos baratos de masas, de un lado, con el culto desinhibido a la preferencia individual, del otro. Es en este punto donde el cliché estético que el prejuicio progresista atribuye a la derecha –es decir, su mal gusto– viene a unirse a la reivindicación que la propia derecha hace de un modelo de sociedad libre.
En una sociedad libre quedan identificados capitalismo y democracia: el consumidor es quien decide en el mercado, como el votante decide en las urnas. A los políticos y a los empresarios les toca satisfacer el deseo de unos y otros. Quedan abolidos los cánones estéticos. Tocqueville observó con agudeza que el gran arte parecía ausente de la democracia norteamericana.
Frente a eso, los progresistas se atrincheran en la sofisticación. Ellos siempre están por encima del pueblo. Políticamente, deberían reivindicar el liberalismo, o sea la defensa de las barreras que permiten soslayar la dictadura de las mayorías y, colmo de los horrores, de las masas. Si no fuera porque los progresistas son unos resentidos que odian la libertad, estaríamos ante una reedición de lo que el historiador Louis Hartz llamó en un libro clásico "la tragedia de la tradición liberal en Estados Unidos". (La verdad es que los progresistas olvidaron hace mucho tiempo, si es que alguna vez lo conocieron, lo que quiere decir la palabra liberal).
Por otro lado, los progresistas tampoco se atreven a elaborar un ideario descaradamente elitista, al modo en que Ortega sublimaba el papel de las minorías selectas. Así que optan por el registro un poco menos comprometido de la estética: el sushi frente a la hamburguesa, Wholesale (una cadena de comidas presuntamente naturales, bastante cara) frente a Safeway, el festival de cine independiente de Sundance frente a las series de televisión, Santa Fe frente a Las Vegas. En las elecciones de 2004 la disyuntiva era clara: por un lado estaban Massachusetts, John Kerry y el queso brie; por el otro, Texas, Bush y los marshmallows.
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Los progresistas tropiezan con un problema insoluble cuando la derecha reivindica al mismo tiempo los dos campos. Bill Buckley solía tocar a Bach –al clavecín– en su piso de la Quinta Avenida, como Condoleezza Rice, para relajarse, toca a Brahms en su apartamento del Watergate. Pero Buckley y Rice saben que detrás tienen una tropa a la que Bach y Brahms les trae al fresco y que piensa que el sushi y el queso brie son, además de absurdamente caros, puro y simple esnobismo. De ahí que la derecha haya recuperado como expresión conscientemente ideológica y política lo que antes era patrimonio de todos, incluido de la izquierda.
Hace cincuenta años los progresistas reivindicaban en las películas, las novelas y la música el culto al esfuerzo, al trabajo, a la familia. La cultura de la izquierda era una cultura popular. Ahora no. Ahora la izquierda considera que lo popular es kitsch. Y como la derecha norteamericana tiene en esto pocos complejos, se ha adueñado de todo el terreno que la izquierda ha ido abandonando.
Un libro de cocina (The Great American Sampler Cook) publicado en 2004 da cuenta de 250 recetas proporcionadas por políticos, incluido el presidente. El plato favorito en las celebraciones de la familia Bush es el taco. Y el pescado, al que los norteamericanos no son, salvo en algunas zonas, excesivamente aficionados, aparece poco. Las recetas son sencillas, baratas y –por decirlo suavemente– alimenticias.
Un libro para niños titulado Help! Mom! There Are Liberals Under My Bed! ("¡Socorro, mamá! ¡Hay unos progres debajo de mi cama!") ha vendido, según The New Republic, unos 30.000 ejemplares. Ha suscitado toda una línea de libros políticos satíricos para adultos. La autora del primero, Katharine DeBrecht, acertó en una veta que venían cultivando, en un tono menos provocador y más divulgativo, Lynne Cheney, la esposa del vicepresidente, y Bill O’Reilly, el muy polémico presentador de la Fox.
La National Review lleva algún tiempo dedicándose a sacar listas de toda clase de cosas clasificadas políticamente, desde ciudades a canciones de éxito. Entre los grandes éxitos populares de derechas de todos los tiempos, según la National Review, figura Gloria de U2 y el Rock the Casbah de los Clash.
Ni qué decir tiene que la popularidad de la música country sigue siendo gigantesca, y ha sido recuperada por grupos que exaltan valores que los progresistas atacan con saña y que la gente de derechas considera suyos: el patriotismo, la lealtad, el sacrificio. Algunos de los grandes éxitos televisivos de los últimos años son series que hablan obsesivamente de ética y de responsabilidad individual. La música religiosa en todas sus facetas –incluido el rock gótico– tiene sus propias listas de éxitos.
Han proliferado, siguiendo el modelo de internet, al mismo tiempo individualista y comunitario, las páginas web dedicadas a encontrar pareja… de derechas. Ahí están Conservative Match, Cowboy Girls o Singles With Scruples. Han tenido un gran éxito las dedicadas a mujeres aburridas de progresistas demasiado arreglados o demasiado mal vestidos (es lo mismo), descorteses, o confundidos e impotentes ante la independencia y la capacidad de iniciativa de las mujeres en la nueva sociedad norteamericana. Según la revista GQ’s, la gente de derechas es mejor que los progresistas en el sexo.
Y por ir algo más allá de la estética, pero no muy lejos si se considera que una de las definiciones de la estética es la posición que cada uno adopta en el mundo, hay incluso fondos de inversiones de derechas.
Steve Milloy, cuenta también The New Republic en su último número, estaba harto de la propaganda progresista y deseoso de pasar a la acción. Creó un fondo de inversión (Free Enterprise Action Fund), con lo que puede intervenir en las juntas de accionistas de las empresas "socialmente responsables", es decir, las que han cedido al chantaje de grupos ecologistas o neosocialistas. En 2005 consiguió inversiones por valor de cinco millones de dólares, aunque no gana mucho (2,8% ese mismo año). Es una acción puramente altruista.
Los progresistas se podrán seguir refugiando en su presunta superioridad estética. Pero una vez que la gente de derechas considera legítima, y suya, cualquier clase de expresión estética, no lo tienen fácil.