Si estas actitudes respondieran sólo a la coyuntura electoral, no habría que preocuparse demasiado: no es Rusia el único país en que los políticos se envuelven en la bandera nacional para conseguir votos. Pero la tensión entre Rusia y las naciones occidentales parece reflejar algo más profundo: una disposición a defender los intereses nacionales a costa de las relaciones de buena vecindad, así como un concepto del poder estatal poco acorde con nuestras tradiciones democráticas.
Es un concepto que se revela en las brutales presiones que Moscú ejerce sobre sus vecinos más pequeños, en el escaso respeto que las autoridades rusas muestran hacia los derechos de la oposición política, en la utilización de los tribunales para renacionalizar empresas y en el apoyo de la mayoría del pueblo al modo de gobernar del presidente Putin. Para las naciones europeas, todo ello se concreta en un temor bien justificado a la excesiva dependencia de Rusia en lo relacionado con el suministro de gas y petróleo.
Los altos mandatarios de la Unión Europea y de Rusia se reúnen semestralmente para despejar cuestiones que puedan dificultar la conclusión de un nuevo acuerdo de largo recorrido. La del pasado 17 de mayo fue un fracaso, pues ni siquiera pudo cerrarse con una declaración conjunta. Había preocupación por las amenazas proferidas por Rusia contra aquellos de sus vecinos que quieren permitir la instalación de baterías antimisiles como defensa contra un posible ataque nuclear iraní. La canciller alemana, Angela Merkel, expresó también su disgusto ante el trato dado a Kasparov por haberse manifestado pacíficamente contra el presidente Putin.
Pero las cuestiones pendientes más inmediatas eran el bloqueo de los intercambios comerciales entre Rusia y Estonia por la decisión de esta última de llevarse a un lugar apartado el monumento en memoria de los soldados soviéticos caídos durante la II Guerra Mundial, así como la suspensión del suministro de petróleo ruso a Lituania durante los diez últimos meses por haber vendido Vilna una refinería a un comprador polaco, y no al ruso que la pretendía. Además, Moscú ha prohibido las importaciones de carne polaca por razones sanitarias.
La política energética rusa es motivo de especial preocupación en Europa. Una atenta lectura del Financial Times y del Economist parece indicar que el objetivo es la imposición del control estatal sobre los sectores petrolero y gasístico, sin preocuparse mucho por la legitimidad de los medios empleados. Así, la compañía estatal Rosneft acabó apoderándose de los activos de la petrolera Yukos, cuyo principal accionista, Mijaíl Jodorkovski, antiguo amigo de Yeltsin, está hoy en la cárcel.
Una oportuna reclamación de deudas fiscales permitió que los tribunales de justicia declararan la quiebra de Yukos y subastaran sus activos sin mucha concurrencia de licitadores. En el caso de alguna de las propiedades de Yukos, como su principal productora de gas, la amenaza de rescisión de la licencia de explotación abarató notablemente el precio de subasta. Este tipo de operaciones ha permitido a Rosneft aumentar su capitalización de 4.500 a 80.000 millones de euros con un desembolso de apenas 1.500 millones.
Gazprom, otra compañía estatal, acaba de conseguir la mayoría de las acciones en el campo de petróleo y gas Sajalin 2, una mayoría oportunamente cedida por Royal Dutch-Shell: las autoridades rusas habían amenazado con denunciar ese proyecto, aún en construcción, por infracciones contra el medio ambiente. Se rumorea que el proyecto Sajalin 1, liderado por Exxon-Mobil, también es sospechoso de haber cometido infracciones medioambientales, lo que quizá facilite su venta a... Gazprom.
En el invierno de 2006 Moscú suspendió el suministro de gas a Bielorrusia por una disputa sobre el precio del combustible. Ello resultó en cortes de energía en Alemania. La disputa parece haberse resuelto con la venta de la mitad de la compañía bielorrusa de conducciones de gas a Gazprom. A pesar de ello, el monopolio estatal ruso de conducciones de petróleo, Transneft, ha recibido la aprobación de su Gobierno para construir una tubería hacia el norte, buscando salida en el puerto ruso de Prirnosk, en el Báltico.
Hasta el momento, el transporte de petróleo se venía haciendo por las tuberías del pipeline Amistad, conformado por tres grandes conductos: uno pasa por Bielorrusia, Polonia, Hungría, Eslovaquia, Chequia y Alemania; otro, por Letonia; el tercero llega a un terminal marítimo lituano, pero lleva diez meses cerrado por reparaciones.
Por otra parte, la UE tenía la ambición de conseguir un suministro directo de petróleo proveniente de Kazajstán y Turkmenistán con una conducción que evitase el paso por suelo ruso, pero Moscú acaba de acordar con esos dos países una ruta alternativa más directa que pasa por su territorio.
Hace unos meses Pedro López Jiménez, el presidente de Unión Fenosa, me preguntó si la fe en la libre circulación de capitales me llevaría a aceptar que Gazprom comprara Enagás o Repsol. Le contesté que el propio Adam Smith había escrito que "la defensa es mucho más importante que la opulencia". Y por una vez me dirigió una mirada benigna.
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