En estos últimos dos años, numerosos miembros del Partido Demócrata, activistas de izquierda y periodistas se han dado a la difamación cada vez que un perturbado ha perpetrado un crimen. La Casa Blanca promete que de ahora en adelante no volverá a señalar con el dedo. Por desgracia, sus mamporreros han demostrado ser incapaces de practicar la contención.
En abril de 2009, un parado descontento disparó y mató a tres agentes de policía en Pittsburgh (Pensilvania). El sujeto, un maltratador llamado Richard Poplawski, había sido expulsado de los Marines por arrojar el rancho a un sargento. A pesar de que este perturbado había manifestado ya sus tendencias homicidas y racistas bastante antes de que Obama fuera investido presidente, los medios izquierdistas clamaron que el verdadero culpable del triple asesinato era "la retórica acalorada y apocalíptica de las fuerzas anti-Obama" (Andrew Sullivan dixit, en el aclamado Atlantic Monthly), así como Fox News y Glenn Beck (según el periodista progre Steve Benen, del Washington Monthly).
Ese mismo mes, Jiverly Voong, un individuo perverso y enfermo que acababa de perder su empleo, asaltaba un centro de inmigrantes en Binghamton (Nueva York), matando a 13 personas e hiriendo de gravedad a otras cuatro. Posteriormente se suicidó. Los psicólogos exprés de la izquierda no sabían de la existencia de Voong, de ascendencia vietnamita y filiación política desconocida; pero enseguida los articulistas del megawebsite progre Huffington Post dieron en condenar abrumadoramente a la congresista republicana por Minnesota Michele Bachmann, a la Asociación Nacional del Rifle, a la Fox, a Lou Dobbs y a una servidora. El locutor progre Alan Colmes apuntó a "la formidable reacción antiinmigrante", sin que le importara que decenas de millones de inmigrantes legales y de ciudadanos norteamericanos han afrontado situaciones harto difíciles y hecho frente a episodios de racismo sin convertirse en locos sedientos de sangre.
En junio del mismo año, el depravado anciano antisemita James von Brunn abatió a un guardia de seguridad del Museo del Holocausto (Washington DC). Pues bien, el bloguero del Washington Post Sargent Greg y Matthew Yglesias, del muy progre think tank Center for American Progress, invocaron inmediatamente el informe de la Administración Obama sobre el extremismo derechista, liderando así un coro que apuntó igualmente al Tea Party, los locutores de derechas y el Partido Republicano en pleno. El caso es que Von Brunn era un desequilibrado que abominaba de la igualdad de oportunidades y suscribía las tesis conspirativas del 11-S; criticaba con virulencia a judíos y cristianos, a George W. Bush y a Fox News, y había amenazado a la publicación conservadora The Weekly Standard.
Dos meses después, mientras los legisladores afrontaban incontables revueltas cívicas contra la reforma sanitaria, una sede del Partido Demócrata en Denver (Colorado) fue objeto de un acto vandálico. La jefa del Partido Demócrata en dicho estado, Pat Waak, puso el foco en el Tea Party y responsabilizó del ataque a "gente contraria a la reforma sanitaria". El autor del mismo, Maurice Schwenkler, resultó ser un activista transexual de la extrema izquierda anarquista partidario de la nacionalización de la sanidad que había trabajado para un sindicato y hecho encuestas para un candidato demócrata.
No dejamos 2009: en septiembre, Bill Sparkman, empleado del Censo, fue encontrado muerto en un apartado cementerio rural de Kentucky con la palabra federal escrita en el pecho y una soga alrededor del cuello. De nuevo Sullivan saltó a la palestra, esta vez para culpar al "terrorismo populista del Sur, cebado por el Partido Republicano y sus cohortes de la Fox y la radio", en un texto titulado "No fue un suicidio" en el que denunciaba "el linchamiento de Kentucky". En cuanto al progre Richard Benjamin, cargó contra la bilis "antigubernamental". El New York Magazine puso la mira sobre el célebre locutor Rush Limbaugh y demás derecha mediática. Bueno, pero ¿quién mató a Bill Sparkman? Pues resulta que, efectivamente, se suicidó, y que lo que hizo fue urdir un crimen de odio para engañar al seguro en beneficio de su hijo.
En febrero de 2010, la profesora Amy Bishop, verdadera bomba de relojería, mató a tres de sus colegas de la Universidad de Alabama-Huntsville, mientras que el piloto suicida Joseph Andrew Stack empotró una avioneta en el edificio de oficinas de Austin (Texas) donde tiene su sede la agencia tributaria local. Miembros del mainstream periodístico como Jonathan Capehart, del Washington Post, o la reportera de Time Hilary Hylton apuntaron a la retórica del Tea Party. No importaba que Bishop fuera una adoradora de Obama con un largo historial de violencia, ni que Stack fuera un odiador de Bush que aborrecía multitud de cosas, desde el sistema médico americano hasta la Iglesia católica, pasando por el capitalismo, las aerolíneas comerciales y la propia ciudad de Austin.
En mayo del mismo año, el alcalde progre de Nueva York, el republicano Michael Bloomberg, trató de vincular el atentado frustrado de Times Square con "alguien a quien, por ejemplo, no guste la reforma sanitaria". El culpable resultó ser el impenitente yihadista Faisal Shahzad.
Unos meses más tarde, en agosto, los partidarios del congresista demócrata Russ Carnahan (Missouri) culparon del incendio de la oficina de éste en Saint Louis a gente vinculada al Tea Party. Al final, resultó que el autor fue el contrariado activista progre Chris Powers, indignado por una disputa relativa al pago de una nómina.
El otro día, en el acto de homenaje a las víctimas de la tragedia de Tucson, el presidente Obama previno sabiamente contra las explicaciones simplistas que suceden a los acontecimientos luctuosos. Pero, visto lo visto, parece que el de criminalizar a la derecha es un vicio difícil de abandonar.
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