El país centroamericano vive los conflictos naturales, algunos más agudos que otros, de una democracia joven. Pero los vive en un clima de paz, sin más sobresaltos que los originados en un diálogo intenso entre el poder y los medios de comunicación y en los retos derivados del intento de apuntalar la nación. Si a Panamá la gobernase un energúmeno como los que proliferan en otras partes del continente, ocuparía las primeras planas informativas, como de hecho sucedió en los tiempos de la dictadura militar.
Una clave de la creciente estabilidad política de Panamá es el acuerdo, cada vez mayor entre los panameños, de que la democracia, con todos sus defectos e insuficiencias, es inmensamente preferible a la dictadura, de la cual son muchos los que aún tienen fresca memoria. Cualquier duda en este sentido la disipan las frecuentes noticias sobre Manuel Antonio Noriega, el impresentable ex tiranuelo local que deambula de país en país y de prisión en prisión pagando sus cuentas pendientes con los tribunales extranjeros. En Panamá también las tiene. Y son incluso más graves, porque incluyen cargos de asesinato y torturas. Pero es un secreto a voces entre los panameños que ningún gobierno democrático, ni siquiera los del Partido Revolucionario Democrático, en el que militara aquél, se ha esmerado en reclamarle. Noriega es un símbolo no sólo de un gobierno prepotente, abusador y corrupto, sino de la humillación general que significó la invasión norteamericana que finalmente le depuso.
En las democracias jóvenes el periodismo suele compensar con inusitado celo y agresividad los años previos de censura y maltratos. Así ocurre hoy en Panamá, donde hasta los medios serios a veces tratan con irreverencia a las principales figuras del gobierno, presidente incluido. Pero esta misma impetuosidad mantiene saludablemente en jaque al poder, a esa Presidencia que, en su forma y conducta, si bien no en su contenido, aún arrastra vestigios de la dictadura. Gracias al trabajo abnegado e incisivo de los periodistas panameños, todos los líderes electos de la nueva democracia han tenido que responder a preguntas sustantivas sobre corrupción administrativa, tráfico de influencia y nepotismo. Uno de ellos, Ernesto Pérez Balladares, alias el Toro, se ha visto acorralado por un proceso judicial que dura ya casi un año.
La embajadora de Estados Unidos, Barbara Stephenson, una mujer inteligente y discreta, rehúsa hablar conmigo sobre corrupción en el gobierno. Cree que sus observaciones no aportarían nada a las buenas relaciones entre ambos países. Pero me expresa su preocupación por la inseguridad que generan las bandas de delincuentes al servicio del narcotráfico internacional, cuyos clientes principales se hallan en Estados Unidos y Europa. Su inquietud la comparten muchos panameños, que en programas de radio y televisión, así como en los diarios, reclaman a viva voz al Estado una mejor protección.
Panamá es uno de esos países que, como Colombia y México, probablemente se beneficiarían de un plan coordinado y audaz de despenalización de drogas. Pero ya se sabe que esta alternativa es políticamente incorrecta para los líderes regionales.
Además de la inseguridad y la corrupción, el otro gran problema pendiente de Panamá son las persistentes desigualdades entre ricos y pobres, aunque en la capital, donde vive la mitad de la población, abundan las señales de una emergente clase media –urbanizaciones nuevas, flamantes centros comerciales, abundante tráfico rodado–, muestra inequívoca de una alentadora movilidad social. Colegas amigos y un sociólogo opinan que la brecha entre ricos y pobres se reduciría recortando la enorme burocracia y usando esos fondos para aumentar la inversión social. Una proyectada y espectacular ampliación del Canal de Panamá, auténtica maravilla del mundo, proporcionará al Estado más recursos para perseguir este objetivo fundamental a partir del 2014.
Con motivo del estreno del tercer juego de esclusas del canal, Panamá volverá a situarse por unos días en la palestra informativa. Luego se alejará de ella, como inevitablemente sucede con las democracias en ascenso en nuestro atribulado hemisferio.
© AIPE
DANIEL MORCATE, periodista cubano.
Una clave de la creciente estabilidad política de Panamá es el acuerdo, cada vez mayor entre los panameños, de que la democracia, con todos sus defectos e insuficiencias, es inmensamente preferible a la dictadura, de la cual son muchos los que aún tienen fresca memoria. Cualquier duda en este sentido la disipan las frecuentes noticias sobre Manuel Antonio Noriega, el impresentable ex tiranuelo local que deambula de país en país y de prisión en prisión pagando sus cuentas pendientes con los tribunales extranjeros. En Panamá también las tiene. Y son incluso más graves, porque incluyen cargos de asesinato y torturas. Pero es un secreto a voces entre los panameños que ningún gobierno democrático, ni siquiera los del Partido Revolucionario Democrático, en el que militara aquél, se ha esmerado en reclamarle. Noriega es un símbolo no sólo de un gobierno prepotente, abusador y corrupto, sino de la humillación general que significó la invasión norteamericana que finalmente le depuso.
En las democracias jóvenes el periodismo suele compensar con inusitado celo y agresividad los años previos de censura y maltratos. Así ocurre hoy en Panamá, donde hasta los medios serios a veces tratan con irreverencia a las principales figuras del gobierno, presidente incluido. Pero esta misma impetuosidad mantiene saludablemente en jaque al poder, a esa Presidencia que, en su forma y conducta, si bien no en su contenido, aún arrastra vestigios de la dictadura. Gracias al trabajo abnegado e incisivo de los periodistas panameños, todos los líderes electos de la nueva democracia han tenido que responder a preguntas sustantivas sobre corrupción administrativa, tráfico de influencia y nepotismo. Uno de ellos, Ernesto Pérez Balladares, alias el Toro, se ha visto acorralado por un proceso judicial que dura ya casi un año.
La embajadora de Estados Unidos, Barbara Stephenson, una mujer inteligente y discreta, rehúsa hablar conmigo sobre corrupción en el gobierno. Cree que sus observaciones no aportarían nada a las buenas relaciones entre ambos países. Pero me expresa su preocupación por la inseguridad que generan las bandas de delincuentes al servicio del narcotráfico internacional, cuyos clientes principales se hallan en Estados Unidos y Europa. Su inquietud la comparten muchos panameños, que en programas de radio y televisión, así como en los diarios, reclaman a viva voz al Estado una mejor protección.
Panamá es uno de esos países que, como Colombia y México, probablemente se beneficiarían de un plan coordinado y audaz de despenalización de drogas. Pero ya se sabe que esta alternativa es políticamente incorrecta para los líderes regionales.
Además de la inseguridad y la corrupción, el otro gran problema pendiente de Panamá son las persistentes desigualdades entre ricos y pobres, aunque en la capital, donde vive la mitad de la población, abundan las señales de una emergente clase media –urbanizaciones nuevas, flamantes centros comerciales, abundante tráfico rodado–, muestra inequívoca de una alentadora movilidad social. Colegas amigos y un sociólogo opinan que la brecha entre ricos y pobres se reduciría recortando la enorme burocracia y usando esos fondos para aumentar la inversión social. Una proyectada y espectacular ampliación del Canal de Panamá, auténtica maravilla del mundo, proporcionará al Estado más recursos para perseguir este objetivo fundamental a partir del 2014.
Con motivo del estreno del tercer juego de esclusas del canal, Panamá volverá a situarse por unos días en la palestra informativa. Luego se alejará de ella, como inevitablemente sucede con las democracias en ascenso en nuestro atribulado hemisferio.
© AIPE
DANIEL MORCATE, periodista cubano.