Le parece que la calidad de la educación se ha deteriorado notablemente. Teme que ese fenómeno afecte negativamente a la innovación y que, como consecuencia, su país pierda la hegemonía de que ha disfrutado desde hace un siglo, tras la Primera Guerra mundial. Siente que los chinos se aproximan a paso rápido, y, tras ellos, los hindúes. Uno de cada tres terrícolas es chino o hindú. Sólo uno de cada veintitrés es estadounidense.
Es posible que Obama tenga cierta razón, pero lo curioso es que se trata de una queja casi universal. La he oído en toda Europa. El porcentaje de italianos analfabetos funcionales (que no pueden seguir instrucciones escritas complejas) es altísimo. Media España está convencida de que las jóvenes generaciones están peor educadas que sus padres. Francia hace ya más de un siglo que dejó de ser el centro de la alta cultura mundial, y cada día que pasa se aleja más de la posición dominante que alguna vez tuvo: su literatura actual es internacionalmente desconocida, su cine se ha desvanecido, su teatro y su música dejaron de interesar hace muchos años. Algo parecido, aunque con menor intensidad, sucede con Alemania e Inglaterra. Incluso Finlandia, que tiene los estudiantes mejor preparados del mundo de acuerdo con los exámenes PISA, tiene razones para estar intranquila: el 50% de su PIB lo genera Nokia, la gran compañía de teléfonos; un resbalón y la catástrofe será enorme.
Por otra parte, es absurdo asustarse o quejarse de que chinos e hindúes se estén transformando rápidamente en potencias económicas. Estados Unidos, desde su fundación, hace más de dos siglos, tiende a convertirse, voluntaria e involuntariamente, en el paradigma para las demás naciones. Los chinos post Mao y los hindúes post Gandhi –el líder hindú no creía en las virtudes del progreso ni en las ventajas del consumo– descubrieron que, en efecto, copiar los rasgos esenciales del modelo productivo americano genera un desarrollo impetuoso. De alguna manera, el éxito de esos países es un homenaje a la civilización estadounidense.
No se trata de que Estados Unidos pierda fuelle, sino de que otras naciones, cuando realmente hacen las cosas a la manera americana (que, a su vez, es una variante del modelo británico, padre y madre de la civilización moderna), obtienen resultados parecidos. Si Estados Unidos hubiera deseado preservar su supremacía, en lugar de abrir sus empresas, sus universidades y sus centros de investigación, tendría que haberlos ocultado, como los españoles escondieron las prodigiosas semillas de cacao y la fabricación del chocolate durante más de un siglo.
En todo caso, los tres elementos básicos en los que descansa el fabuloso sistema productivo norteamericano por ahora no parecen fatigados: las instituciones de derecho son fuertes y la sociedad, mayoritariamente, se somete a las reglas; las instituciones y el modus operandi del sector económico (el crédito, los mecanismos de transacción, mercadeo y gerencia, las redes de venta, los hábitos comerciales) siguen propiciando la conversión de innovaciones y hallazgos científicos en nuevos bienes y servicios que llegan rápidamente al mercado. Lo prodigioso no es que cuatro muchachos en un garaje inventen Microsoft, Apple o Facebook, sino que existan medios de transformar instantáneamente esa creatividad en empresas inmensamente lucrativas. Y tercero: con todas sus deficiencias, el sistema educativo norteamericano, al menos en las cien mejores universidades y centros de investigación, continúa estando a la cabeza del planeta.
¿Dónde está, realmente, el mayor peligro? También lo apuntó el presidente Obama, pero me temo que no hace lo suficiente por conjurarlo: si no se pone fin al desorden fiscal, y si no se cuida el valor de la moneda, evitando la inflación, a la larga no se podrá evitar un grave descalabro. Nunca debe olvidarse que lo que sostiene el vigor de la civilización americana es su aparato productivo, y éste, para funcionar adecuadamente, necesita que las cuentas nacionales estén en orden y la moneda preserve su capacidad adquisitiva. Si eso falla, todo se desmorona.