Es evidente que tiene que haber algo radicalmente errado en el modelo de desarrollo que hemos venido usando. Esto además lo admite todo el mundo. Pero en boca del país político suele significar que, según ellos, en Venezuela se ha ensayado la economía liberal y que es eso lo que ha fracasado y lo que hay tirar a la basura.
Según el país político de derecha a izquierda, o de izquierda a izquierda, porque aquí nadie está dispuesto a no pretender ser izquierdista, aquí se ha ensayado y aquí ha fracasado la economía de mercado, y las soluciones hay que buscarlas en un mayor intervencionismo del Estado. La verdad es exactamente lo contrario.
En Venezuela, ni en años recientes ni, en realidad, en cualquier otro momento hemos tenido una economía libre. No la tuvimos cuando éramos una colonia española, no la tuvimos en el siglo XIX, no la tuvimos durante la hegemonía andina, y no la hemos tenido en los años desde 1945...
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En realidad es casi un milagro, explicable sólo por la influencia entre nosotros del mundo capitalista desarrollado, que hayamos tenido y tengamos un número creciente de verdaderos empresarios al lado de la multitud de traficantes de influencias que todos conocemos, con el agravante de que en estas condiciones es muy difícil, casi imposible, la existencia de un verdadero sector privado incontaminado por la corrupción. Es, pues, falso de toda falsedad que haya fracasado en Venezuela la economía de mercado; en verdad, no se ha ensayado jamás.
Lo que ha habido aquí ha sido, en primer lugar, una economía precapitalista, la del imperio español, antagónica a la economía de mercado y basada en el monopolio, el privilegio, la corrupción –ya entonces– y, en general, los estorbos burocráticos a toda actividad privada. Para el ánimo del Estado español, que miraba hacia la Edad Media como un modelo insuperable, y ni intuía ni aspiraba al desarrollo capitalista, la actividad económica de los particulares era algo casi pecaminoso y, en todo caso, despreciable y susceptible de ser esquilmado a cada vuelta de camino y a cada paso de río. La alcabala fue un impuesto al tránsito de mercancías. Su supervivencia en Venezuela en forma de puestos de policía que llevan ese nombre es la supervivencia de esa hostilidad oficial al libre tránsito de personas y mercaderías, de una desconfianza patológica contra todo cuanto no esté iniciado, o por lo menos expresamente autorizado y permitido, por el Estado.
Viene, pues, de muy lejos la pasión estatista e interventora de los gobiernos venezolanos, y también la costumbre de que la función pública sirva para enriquecerse. Pero en el camino esas dos tradiciones se han agravado monstruosamente por dos factores nuevos: el socialismo y el petróleo. El socialismo fue una idea extraordinaria, una ambición grandiosa: usar la inteligencia humana para diseñar la sociedad en forma perfecta. Por lo mismo entusiasmó a todo el mundo. Pero hoy el socialismo está en total bancarrota en todas partes, en bancarrota económica en los países donde existe el socialismo a medias y más todavía, naturalmente, donde aflige a la sociedad la variedad de socialismo perfecto conocida como comunismo; y además en bancarrota intelectual y política. Mantiene el socialismo una inercia expansiva porque se ha convertido en religión de Estado y en ideología propagandística de un gran imperio, y porque sirve de apoyo teórico al resentimiento anticapitalista del Tercer Mundo.
Pues bien, la combinación del atractivo inicial del socialismo –que todavía los alcanzó en su juventud, antes de que se ensayara en ninguna parte–, del sovietismo y del tercermundismo ha hecho que nuestros políticos contemporáneos hayan sido, y persistan en ser, todos, más o menos socialistas; en estar convencidos de que la economía de mercado es una etapa, en el mejor caso, transitoria hacia alguna forma de socialismo; en abrigar hostilidad, desconfianza e incomprensión hacia la figura del empresario, y en suponer que la manera de mejorar cualquier situación, o resolver cualquier problema, es, bien dictar el Estado lo que deben hacer los particulares, bien apoderarse el Estado directamente de ese área y de cada vez más áreas de la acción humana.
Un ejemplo del buen matrimonio que han hecho la tradición anterior de desprecio del Gobierno por los particulares, que no son para él ciudadanos sino vasallos, y el ánimo socialista despectivo y desconfiado de las motivaciones que hacen funcionar la libre empresa dentro de la economía de mercado es la forma asombrosa como persiste y se ha agravado en nuestra sociedad la falta de estima y hasta el franco desprecio por el protagonista de la economía libre, el empresario, y por el resorte de la creación de riqueza, el beneficio (mientras que no sólo no hay sanción, ni siquiera reprobación social significativa, para los peculadores, ni paradójicamente parece chocar la riqueza en sí misma, con tal de que no sea el resultado de actividades productivas). El beneficio de los productores aparece como un escándalo, y se habla constantemente de beneficios excesivos, sin jamás tener en cuenta que también hay pérdidas, ni comprender que unos y otras, beneficios y pérdidas, son la brújula de la economía de mercado.
Ese mismo ejemplo debe servirnos para desterrar la idea insensata de que la solución para la crisis venezolana pueda ser un golpe de estado militar. En Venezuela no hemos conocido dictaduras comparables a las que en años recientes ha sufrido el Cono Sur; tampoco parecidas a la que aflige a Cuba y a la que se está desarrollando en Nicaragua. Nuestros tiranos gobernaron una sociedad sin capacidad de verdadera resistencia, pero desde 1935 hasta hoy, y aun desde 1958 hasta hoy, Venezuela, a pesar de todo y en gran parte gracias a la pedagogía democrática de dirigentes equivocados en lo económico pero acertados en lo político, se ha convertido en una sociedad mucho más compleja, moderna, educada. Ese no es el remedio, el remedio es más bien todo lo contrario: más democracia en lugar de la democracia a medias, y además en retroceso, que ahora tenemos.
En la euforia de la gran bonanza petrolera se llegó a decir que este es el mejor país del mundo. Esa es, desde luego, una exageración. Lo que sí es cierto es que tenemos uno de los mejores pueblos del mundo. Un pueblo que ha superado mucho más que sus dirigentes políticos los lastres del pasado, y que se ha intoxicado mucho menos que sus dirigentes políticos con los cantos de sirena del socialismo, al punto de que repetidamente hemos visto en nuestro proceso político democrático lo contrario de lo que suele suceder en otros países.
Es por eso que cada uno de nosotros debe actuar intensamente en este momento, cuando por efecto de la crisis hay alguna sensibilidad en los partidos democráticos hacia el reconocimiento de que el mal esencial es la hipertrofia del Estado, para predicar esa verdad en todas partes, en todo instante, con todas nuestras fuerzas.
© El Cato
NOTA: Este texto es la transcripción de un discurso que pronunció el llorado CARLOS RANGEL (1929-1988) ante la Asociación Nacional de Ejecutivos de Venezuela. Pinche aquí para ver el vídeo de la intervención.