La crisis del petróleo de los 70 abrió nuevas oportunidades, y Nueva Orleáns las aprovechó a medias. Se especializó en la refinería del crudo, pero no amplió sus actividades. Houston y Miami, que en 1920 eran ciudades casi insignificantes comparadas con Nueva Orleáns, se convirtieron en gigantescos centros financieros, tecnológicos y de servicios. Mientras tanto, Nueva Orleáns se quedó atrás. Basta ver los rascacielos del centro para darse cuenta que era una ciudad de hace treinta años. Sacó provecho, eso sí, de su magnífico pasado. Pasó a ser un gran centro turístico explotando la arquitectura pintoresca del barrio francés y un estado de espíritu que era una mezcla de fatalismo y orgullo. Había algo de desafío al sentido común en una ciudad consciente del peligro inminente, resignada al castigo de los huracanes y que en vez de asegurar los diques poblaba las márgenes del río de barcos-casinos, presa fácil e irremediable de cualquier tormenta, no digamos ya de una de la intensidad del Katrina.
Todo el mundo sabía que en cualquier momento podía llegar algo parecido. Lo llamaban el Big One, como los californianos prevén que en algún momento se producirá el gran terremoto. Había formas de prevenir sus consecuencias. La clave estaba en reforzar los diques que mantienen a salvo la ciudad de las crecidas del río y del lago Pontchartrian, que comunica con el Golfo de México. Es lo que no se hizo. Ante la fuerza del huracán los diques reventaron, tal y como estaba previsto que ocurriera. Cabe preguntarse si algo así hubiera ocurrido de haber seguido Nueva Orleáns los pasos de Houston o Miami, es decir si los habitantes de Nueva Orleáns hubieran considerado que tenían algo de verdad valioso que perder si los diques quedaban destruidos y la ciudad, anegada. O quizás es que lo que se quería preservar era esa mentalidad acomodaticia y resabiada, convertida en reclamo turístico.
Conocemos el resultado del asunto. Una ciudad inundada, destruida, 500.000 personas desplazadas, días de desesperación, de saqueo y vandalismo, y una cantidad de muertos que nadie se atreve todavía a calcular. (Colmo de una ironía digna del esperpento, otro género castizamente fatalista: los habitantes de Nueva Orleáns no enterraban a sus muertos. En previsión de las crecidas, los colocaban en sepulcros por encima del nivel del suelo. También solían hacer bromas sobre los cadáveres resucitados por las aguas. Ahora, a la hora del recuento, pasarán muchos días hasta que puedan identificarse los restos de los fallecidos antes de la catástrofe).
De las casi 100.000 personas atrapadas en la ciudad anegada, casi todas eran negras y todas pobres. Ni qué decir tiene que los traficantes de buena conciencia y buenos sentimientos se han cebado en las estampas de miseria. Los llamados "líderes de la comunidad negra" –en particular, los miembros del grupo afroamericano del Congreso en Washington– tardaron poco en invocar el racismo y el desprecio a los pobres como la verdadera causa de la catástrofe. Deberían empezar por preguntarse cómo se ha llegado a una situación en la que miles de personas no se atrevieron a salir de la ciudad amenazada. Tenían miedo a no poder cobrar los cheques de la seguridad social y a no poder hacer efectivas las cartillas de comida que distribuye el llamado "Estado de Bienestar". En cuanto a los saqueos, no deberían sorprender en una ciudad con un índice de criminalidad tan alto como Nueva Orleáns. El número de asesinatos es diez veces superior a la media de Estados Unidos. Cuando se depende del Gobierno para salir adelante, todo está justificado.
La Administración Bush no era ajena a esta expectativa. Habiendo hecho de la compasión una de sus imágenes de marca y de la seguridad interna el motivo estrella de su política, tendrá mucho que explicar para que se entienda por qué no había planes de emergencia previstos, por qué no se previó la evacuación de los más pobres y los más indefensos, por qué se tardó tanto en comprender el tamaño de la catástrofe, por qué la ayuda empezó a llegar tan tarde. No parece que la integración de la Agencia para la Prevención de los Desastres Naturales (FEMA) en el nuevo Departamento de Seguridad Nacional (DHS) haya resultado muy útil. Al contrario, le ha restado peso, presupuesto y efectividad. Las reorganizaciones internas de las grandes burocracias federales –es decir, centrales– no son todo lo útiles que se había pretendido, por lo menos no en todas las circunstancias. Hay quien propone privatizarlas, no sin argumentos.
En cuanto a los adversarios políticos de Bush, les ha faltado tiempo para poner en tela de juicio las bajadas de impuestos, los recortes en gasto público y la política de infraestructuras de su Administración. Sin embargo, nadie explica en virtud de qué milagro unos impuestos más altos hubieran podido evitar el desastre.
Los recursos del Gobierno central son gigantescos, sin necesidad de más impuestos. También lo es el gasto destinado a infraestructuras. La llamada "ley de autopistas", aprobada antes de las vacaciones de agosto, destina más de 286.000 millones de dólares a este objetivo. Pero, en vez de fijarse en prioridades de mantenimiento y renovación, repartió dinero a espuertas en proyectos destinados muchas veces a facilitar la reelección de los congresistas. Así consiguió el voto bipartidista del Congreso, el de muchos de quienes ahora van a criticar a Bush.
Económicamente, la catástrofe del Katrina no parece destinada a tener consecuencias insalvables. Políticamente, ha puesto a la Administración republicana en el punto de mira. Buena parte de sus consecuencias dependerá de la gestión del rescate y el ritmo de recuperación de Nueva Orleáns, pero ya está claro que Katrina va a ser el pretexto para romper la presidencia de Bush.
En cuanto al aspecto puramente humano, el drama es incalculable. Este es el lado más duradero de lo ocurrido. La convivencia con una naturaleza indomable forma una parte esencial de la cultura norteamericana. Los europeos, acostumbrados a una naturaleza relativamente benigna, de tamaño casi humano, no lo entienden con facilidad.