Todavía hay gente –yo la he conocido– que recuerda las mansiones ajardinadas que poblaban el barrio, bastante próximo a la Casa Blanca, hace treinta o cuarenta años. Aún quedan algunas, pero más al norte. Hoy, en K Street y alrededores sólo se levantan edificios de cemento y cristal, las oficinas de los lobbistas.
Ser lobbista en Washington no es ninguna vergüenza. La actividad está regulada y se basa en la Primera Enmienda de la Constitución, según la cual "el Congreso no coartará el derecho del pueblo para (…) pedir al Gobierno la reparación de agravios". En buena ley, un lobbista es aquel que representaba a los intereses individuales frente a un poder gubernamental siempre potencialmente intervencionista, cuando no avasallador. Una organización lobbista es, por ejemplo, la American Tax Reform (ATR), que presiona a los congresistas para que no suban los impuestos.
Claro que desde el principio los lobbistas sirvieron también para otra cosa. Y no precisamente para detener el avance del Gobierno, sino para aprovecharse de su irremediable tendencia a entrometerse en la vida de la gente. Una famosa novela de Henry Adams, titulada Democracy, describe cómo Washington se convirtió, durante la presidencia del general Ulysses S. Grant, a finales del siglo XIX, en un auténtico zoco para la compra directa de políticos al más alto nivel. Michael Barone ha recordado en un artículo reciente –titulado 'K será, será'– que K Street empezó a parecerse a lo que es hoy bajo el mandato de Franklin D. Roosevelt, cuando algunos jóvenes idealistas hasta entonces apasionados por practicar la ingeniería social a gran escala se pasaron a la acera de enfrente y empezaron a trabajar para las empresas que podían sacar tajada de aquel maná, tan generosamente bienintencionado.
Desde entonces todos los partidos que han conseguido la mayoría en el Congreso han acabado contaminados, de una forma u otra, por las consecuencias de unas prácticas que en más de una ocasión traspasan los límites de la legalidad para convertirse en puro y simple soborno. Les ocurrió a los demócratas en los años 50, y perdieron la mayoría en el Congreso. También hubo episodios bajo Clinton, que la fiscal Janet Reno intentó disimular. Aunque fue un escándalo de otra clase, 350 miembros del Congreso se vieron implicados en 1994 en las corruptelas de la institución bancaria del Congreso, lo que facilitó la mayoría republicana de ese mismo año. Y ahora –en rigor, hace ya bastantes meses– está ocurriendo otra vez con el escándalo provocado por las revelaciones sobre las prácticas profesionales, por así decirlo, de Jack Abramoff.
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Jack Abramoff ha sido uno de los grandes lobbistas de Washington, una figura legendaria entre los más de 21.000 que pueblan la ciudad. Ahora está envuelto en varios escándalos, uno de ellos de estafa a unos clientes indios interesados en que el Congreso autorizara unas licencias para casinos. El caso Abramoff también ha salpicado a algunos miembros del Congreso, aunque en general de segundo rango, y, por ahora, al representante de Ohio Bob Ney, que recibió viajes y otros favores a cambio de su influencia. Pero el gran asunto es sin duda la relación de Abramoff con Tom DeLay, congresista por Texas, ya encausado por un juez a causa de problemas de financiación en su campaña electoral. Ahora ha dimitido definitivamente de su puesto de líder de la mayoría republicana en el Congreso, tras las revelaciones de Abramoff.
Por ahora, las relevaciones no implican directamente a DeLay, pero es seguro que el asunto traerá cola. De ahí la dimisión, que sirve de cortafuegos para evitar el desgaste del Partido Republicano en el Congreso. Es posible, sin embargo, que sea un poco tardía.
DeLay llegó al Congreso en 1984, en representación de un distrito de Texas que, hoy por hoy, comprende algunos de los condados más multirraciales y dinámicos del estado, y probablemente del país. Uno de ellos se llama Sugar Land ("La Tierra del Azúcar"), por una antigua fábrica allí situada. Tiene concejales chinos y representantes indios en la Cámara de Comercio. Un 21% de la población es negra, un 20% de origen hispano y otro 11% oriental. Un diario de California llamó a Sugar Land "el anti San Francisco", por su dinamismo, su modernidad y la ausencia de reliquias progresistas, aunque sea un distrito sólo moderadamente republicano. Es, literalmente, la Norteamérica del siglo XXI.
En 1994 DeLay se convirtió en uno de los líderes del movimiento de derechas que Newt Gingrich encabezó con el nombre de "Contrato con América". Por primera vez en cuarenta años, y gracias a propuestas liberalizadoras, antiintervencionistas y en el fondo antigubernamentales, los republicanos ganaron la mayoría en las dos Cámaras, el Senado y la Cámara de Representantes. DeLay también encabezó un proyecto ambicioso, el llamado "K Street Project", en el que participó Grover Norquist, jefe de la ATR. Partía de una constatación sencilla: desde Roosevelt y su New Deal, las empresas sólo contrataban lobbistas demócratas. A partir de entonces había que encontrar la forma de que contrataran republicanos. La campaña tuvo éxito, en particular porque los republicanos no perdieron el control de las Cámaras, pero DeLay, con una personalidad ya de por sí proclive a los problemas, empezó a tenerlos aún mayores a partir de ahí.
Han acabado poniéndose serios de verdad después de que la mayoría republicana del Congreso, y sin que la Administración Bush haya puesto la menor resistencia, cambiara la filosofía del 94 por otra de incremento del gasto gubernamental. El caso DeLay es, en el fondo, representativo de un republicanismo que en vez de hacer aquello para lo que fue elegido: limitar y reducir el gasto, lo ha ampliado desmesuradamente, con las nefastas consecuencias que siempre tiene un presupuesto demasiado grande. Entre 2000 y 2005 el Cuerpo Militar de Ingenieros, por ejemplo, gastó 1.900 millones de dólares, de los que sólo un 4 % se utilizó para reforzar diques en malas condiciones. Luego llegó el Katrina.
La plaga más dañina ha sido el aumento de las partidas presupuestarias finalistas, auténtica orgía para algunos lobbistas, convertidos, con ciertos congresistas, en saqueadores del Tesoro público para beneficio exclusivo de una parte de los clientes o electores, y a veces de nadie excepto ellos mismos, como el famoso puente a ninguna parte de Alaska, con un coste de 223 millones de dólares.