El folleto consta de unas 160 páginas. De ellas, cincuenta son mapas y biografías, muy completas, de los sabios redactores dedicados a la autopromoción. Otras cuarenta van dedicadas a un diagnóstico somero y esquemático de la situación. Y al final, otras cincuenta contienen las recomendaciones.
Algunas de ellas son distintas a las que han querido vender los medios antiamericanos, que es como decir casi todos: el grupo preconiza dar prioridad a la seguridad y a la estabilidad, a cargo de las fuerzas de seguridad iraquíes; preconiza el entrenamiento intensivo y urgente del ejército y la policía iraquíes; rechaza la partición del país, por lo menos bajo responsabilidad norteamericana, y rechaza también una retirada inmediata, así como el establecimiento de un calendario para la retirada, que incentivaría a los terroristas y a quienes les apoyan. Por cierto, que el informe no habla de Guantánamo, ni de supuestas torturas, ni de restricciones de la libertad. Es decir, que da por buena una parte muy importante de la política de Bush.
En cambio, otras de las recomendaciones lindan directamente con lo alucinante. Los sabios de la Comisión Baker-Hamilton invitan a que Irán y Siria jueguen un papel más importante en Irak. Como ha dicho el senador –demócrata– Joseph Lieberman, es como invitar a una pareja de incendiarios a apagar un fuego. Propuestas como la de que “Siria debería controlar su frontera” o que “Irán debe respetar la soberanía de Irak”, cuando se sabe que los terroristas, las armas y el dinero para asesinar a decenas de miles de inocentes e impedir cualquier estabilización democrática de Irak vienen precisamente de esos dos países es algo más que una ingenuidad o una bufonada digna de Zapatero. Si Truman hubiera hecho lo mismo en Corea, ahora toda la península sería el gulag en que se ha convertido el norte. Y si Churchill y Roosevelt hubieran aplicado esta doctrina en la Segunda Guerra Mundial, ahora se leería el Mein Kampf en toda Europa. En alemán, por si acaso algún multiculturalista se hace ilusiones.
Para elaborar esta obra maestra del análisis estratégico y la reflexión en profundidad, los sabios estuvieron cuatro días en Bagdad. Tres de ellos los pasaron en la zona verde, el ghetto ultraprotegido reservado al mando norteamericano. Un día se aventuraron a salir y hablaron un rato con el presidente, que los ha puesto verdes. Prácticamente ninguno, como ha subrayado Eliot Cohen en The Wall Street Journal, tiene experiencia militar. Casi todos ellos son funcionarios, políticos, burócratas y algún juez cuidadosamente seleccionados para componer una imagen de consenso, que es, por lo que se ve, lo que se lleva. Basta comprobar que la comisión tiene dos presidentes, ¡dos! Es el típico comportamiento de la elite washingtoniana, siempre “bipartidista”. Contra ella se levantó el movimiento liberal conservador que acabó llevado a Reagan a la presidencia en 1980 y propició una hegemonía política republicana que ha durado un cuarto de siglo. La Nueva Ofensiva Diplomática que proponen estos hombres y mujeres sabios en su documento también se puede leer en clave interna. Al fin habrían acabado con ese gran movimiento que cambió Estados Unidos, y el mundo entero…
Pero además, detrás de este nuevo desembarco de la elite washingtoniana de toda la vida, hecho al calor de la derrota republicana y la difícil situación en Irak, hay algo más. Hay un ajuste de cuentas en el interior de la coalición que ha sostenido al republicanismo liderado en los últimos años –aunque no siempre con la energía necesaria– por George W. Bush. Aunque una parte de los que lo firman han respaldado a Bush y la intervención en Irak, en buena medida, se adivina en estas pocas páginas el largo resentimiento incubado contra los conservadores y los neoconservadores que proporcionaron a Bush la doctrina de defensa que argumentó la ofensiva que el mismo decidió después del 11 S, cuando los yihadistas declararon la Guerra Santa contra la libertad y la democracia.
Ya había habido disensiones muy fuertes, propiciadas en buena medida por los errores de la administración Bush: no se gana una guerra haciendo lo que ha hecho Estados Unidos en Irak. Se gana con tropas, con material de primera, aislando fronteras, impidiendo la creación de milicias y con represalias violentas –y de violencia creciente– cada vez que se cometen matanzas como las que se están perpetrando a diario.
La solución, tal vez bienintencionada, de buscar una salida en una comisión ajena al día a día político del congreso, ha sido aún peor. En vez de nuevas ideas, aportaciones de personas experimentadas en el terreno y propuestas de mejoras técnicas, se ha conseguido poner de relieve las enormes diferencias internas. Los yihadistas lo entenderán inevitablemente como lo que es: una debilidad norteamericana, una neurótica división interna y una muy escasa disposición de la opinión a sostener un esfuerzo que no está teniendo resultados. Para los kurdos y los israelíes, así como para la población civil iraquí, será un puro y simple abandono. De seguir este camino, Estados Unidos corre el riesgo serio de entrar en otra etapa de depresión como la que acompañó a la derrota y la retirada de Vietnam. Y no sólo Irak y Oriente Medio quedarán desamparados.