Por muchos años, los estudiantes extranjeros que completaban sus estudios de postgrado en EEUU buscaban empleo en EEUU, para quedarse y luego traer a sus familiares. Hoy siguen asistiendo a y graduándose en estupendas universidades norteamericanas, pero una vez completados sus estudios suelen regresar a sus países de origen, o buscan empleos en Europa y el Lejano Oriente.
La inmigración crecía año tras año en Estados Unidos: de 252.000 en 1991 a 311.000 en 2005. Pero esas cifras se han desplomado últimamente. La demanda de mano de obra, tanto para ingenieros como para obreros poco cualificados, ha caído vertiginosamente.
Hoy son muchos menos los mexicanos indocumentados que tratan de cruzar la frontera, al punto que los guardias fronterizos tienen poco trabajo y la construcción del paredón –que apoyaban apasionadamente políticos republicanos– dejó de tener sentido alguno.
El supuesto problema de la inmigración se ha estado transformando últimamente en un verdadero problema de emigración. Norteamericanos jóvenes y viejos se están yendo al exterior. Los primeros, porque consiguen mejores oportunidades de trabajo, y los ya retirados porque no quieren o no pueden pagar los altísimos impuestos a la propiedad que los políticos han ido aumentando sin piedad durante dos o tres décadas. La gente vota con los pies en respuesta al exceso de intervencionismo, inseguridad jurídica, fiscalizaciones, regimentaciones, impuestos, inflación y regulaciones. Los extranjeros que emigramos a Estados Unidos sufrimos muchos de esos mismos males en los países donde nacimos y crecimos, pero ahora contemplamos con pesar la versión norteamericana.
El presidente Obama promete crear millones de nuevos puestos de trabajo con una política energética que pretende reemplazar el petróleo y el gas con turbinas de viento, y construir de paneles solares en lugar de plantas eléctricas. Suena muy limpio y muy bonito, pero cada vez que las decisiones políticas sustituyen las de los individuos en un mercado libre, el inevitable resultado es el exagerado aumento de los costos y, por consiguiente, una dura caída del bienestar general. Ejemplos de las consecuencias del bien intencionado socialismo sobran, tanto en América Latina como en Gran Bretaña y la vieja Unión Soviética. Y el gobierno de Obama ya rompió un récord en este país imprimiendo billetes.
Si algo debiéramos haber aprendido hace mucho tiempo es que existe una radical oposición entre la prosperidad de la gente y un gobierno grande.
© AIPE
CARLOS BALL, director de la agencia AIPE.
La inmigración crecía año tras año en Estados Unidos: de 252.000 en 1991 a 311.000 en 2005. Pero esas cifras se han desplomado últimamente. La demanda de mano de obra, tanto para ingenieros como para obreros poco cualificados, ha caído vertiginosamente.
Hoy son muchos menos los mexicanos indocumentados que tratan de cruzar la frontera, al punto que los guardias fronterizos tienen poco trabajo y la construcción del paredón –que apoyaban apasionadamente políticos republicanos– dejó de tener sentido alguno.
El supuesto problema de la inmigración se ha estado transformando últimamente en un verdadero problema de emigración. Norteamericanos jóvenes y viejos se están yendo al exterior. Los primeros, porque consiguen mejores oportunidades de trabajo, y los ya retirados porque no quieren o no pueden pagar los altísimos impuestos a la propiedad que los políticos han ido aumentando sin piedad durante dos o tres décadas. La gente vota con los pies en respuesta al exceso de intervencionismo, inseguridad jurídica, fiscalizaciones, regimentaciones, impuestos, inflación y regulaciones. Los extranjeros que emigramos a Estados Unidos sufrimos muchos de esos mismos males en los países donde nacimos y crecimos, pero ahora contemplamos con pesar la versión norteamericana.
El presidente Obama promete crear millones de nuevos puestos de trabajo con una política energética que pretende reemplazar el petróleo y el gas con turbinas de viento, y construir de paneles solares en lugar de plantas eléctricas. Suena muy limpio y muy bonito, pero cada vez que las decisiones políticas sustituyen las de los individuos en un mercado libre, el inevitable resultado es el exagerado aumento de los costos y, por consiguiente, una dura caída del bienestar general. Ejemplos de las consecuencias del bien intencionado socialismo sobran, tanto en América Latina como en Gran Bretaña y la vieja Unión Soviética. Y el gobierno de Obama ya rompió un récord en este país imprimiendo billetes.
Si algo debiéramos haber aprendido hace mucho tiempo es que existe una radical oposición entre la prosperidad de la gente y un gobierno grande.
© AIPE
CARLOS BALL, director de la agencia AIPE.