Los movimientos populares espontáneos, sin líderes y con objetivos difusos son problemáticos para analistas y periodistas tendentes a encasillar políticamente cualquier fenómeno social. Son también ocasiones de oro para oportunistas agazapados o para depredadores totalitarios. Es evidente que durante décadas todos esos países han soportado dictaduras y estados policiales sofocantes, causa de innumerables frustraciones. Era impensable hace unos pocos años, pero ahora sabemos que se necesitaba muy poca mecha para que estallara esa bomba de relojería.
Inicialmente los medios de comunicación informaban, alborozados, sobre las ansias de democracia de los países árabes. Se nos hablaba de la revolución del jazmín y de la primavera árabe. Según los rapsodas modernos, había llegado la hora de que las naciones islámicas disfrutaran de las libertades políticas propias de Occidente. Los acontecimientos que se sucedieron posteriormente nos inducen a pensar que se trataba de una sarta romántica de pensamientos ilusorios. Las consecuencias de la guerra en Libia, las revueltas en Yemen, las recientes elecciones presidenciales en Egipto y, sobre todo, el goteo de matanzas en Siria nos van despejando con amargo desencanto el panorama.
Vuelvo a recordar a Mohamed Bouazizi. Fue un simple vendedor ambulante que intentó ganarse la vida en medio de un marasmo kafkiano de burocracia, corrupción oligárquica e inseguridad jurídica. Tuvo que sobrevivir en un marco institucional débil regido por normas caprichosas y en el que las fuentes principales de riqueza estaban (y siguen estando) intensamente controladas por el gobierno y sus tentáculos. Persiguió sus fines personales, que no fueron otros que aliviar la penuria de su madre viuda y seis hermanos, casarse e independizarse. Su medio elegido fue hacerse comerciante en el mercado informal de frutas y verduras de un pueblo del interior del país. Al confiscarle las autoridades su carro ambulante, por carecer de licencia, le arrebataron de un plumazo su medio de vida. Optó por abrasarse en público delante de la sede del poder local.
Entre los anhelos de Mohamed Bouazizi no estaba, probablemente, el poder emitir un voto, asociarse o formar parte de asambleas o manifestaciones. Quizá tampoco suspiraba por ser político u ocupar cargos públicos. No buscaba ayudas públicas ni subvenciones del gobierno. Quiso tan sólo ganarse la vida pacífica y honradamente, prosperar por su propio esfuerzo. Trató únicamente de ejercer su derecho a comerciar y contratar; derecho básico e inalienable de toda persona que los gobernantes no debieran pisotear jamás. Su absurda denegación fue una humillación (una de tantas) perpetrada por arrogantes funcionarios de un apartado ayuntamiento. Por desgracia, hay miles de casos parecidos en gran parte del mundo árabe, donde la liberalización de la economía (y de la sociedad), junto a la necesaria certidumbre jurídica, está muy lejos de alcanzarse.
Para lograr que una sociedad prospere, primero hay que garantizar sobre cualquier otra cosa los derechos de propiedad, así como el libre intercambio de bienes y servicios, delimitado por un sistema estable y efectivo de normas objetivas y generales. Luego podrán venir –en mayor o en menor medida– los derechos políticos, según la idiosincrasia propia de cada nación. Es deseable y necesario que así suceda, pero pensar que ese orden de prioridades puede alegremente invertirse es wishful thinking o, en el peor de los casos, peligrosa quimera.
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