El origen indirecto puede ser la mano larga de Hugo Chávez y de su escudero Evo Morales. En la región andina circula desde hace muchos años la descabellada idea de constituir una nación étnica con diversos pueblos de origen precolombino que no han sido totalmente asimilados por la cultura occidental. Ahí se inscriben ciertos sectores aymaras, quechuas y otros grupos minoritarios, como estos vinculados a las zonas selváticas.
El episodio es peligrosísimo para la estabilidad peruana. El asunto trasciende la simple revuelta local. La capacidad de demolición con que cuenta la izquierda colectivista de Chávez, sumada al indigenismo y al ecologismo, puede ser letal. Hechos muy parecidos le costaron la presidencia, la persecución y el exilio al presidente boliviano Gonzalo Sánchez de Losada en el año 2003, y abrieron la puerta a Evo Morales y a su proyecto antidemocrático y antirrepublicano. Bastó con que la clase política, incluido el vicepresidente Carlos Mesa, quien heredó provisionalmente el poder, con una mezcla de oportunismo e instinto suicida, se colocara junto a los amotinados y renunciara a la institucionalidad para precipitar a Bolivia en el caos creciente de esa confusa amalgama autoritaria y empobrecedora que es el socialismo del siglo XXI.
Hugo Chávez y Evo Morales odian intensamente a Alan García y no tienen que buscar excusas para tratar de desestabilizar el Perú. El proyecto bolivariano posee la coartada ideológica. Es una corriente política que cree y practica el internacionalismo revolucionario donde y cuando le da la gana, pero chilla y protesta contra la "injerencia imperialista" cuando un "extranjero" se aventura a criticarla, como sucedió recientemente en Caracas en el instante en que algunos intelectuales, como los peruanos Mario y Álvaro Vargas Llosa y Enrique Ghersi, el colombiano Plinio Apuleyo Mendoza o los mexicanos Jorge Castañeda y Enrique Krauze (entre tres docenas de valiosas cabezas), se atrevieron a opinar sobre la desoladora realidad venezolana.
Por ahora, el arco político democrático peruano se mantiene firme en defensa de la institucionalidad, con la excepción de Ollanta Humala (el hombre de Chávez en Lima) y de unos pequeños grupos de ultracomunistas, pero nunca se debe desestimar la incontrolable tentación cainita de los aspirantes al poder. Aunque muchos venezolanos hoy no lo recuerdan, probablemente el hecho esencial que minó los partidos políticos y abrió el camino a Hugo Chávez fue la injusta destitución de Carlos Andrés Pérez (CAP) en 1993 por un supuesto delito de malversación que, en realidad, enmascaraba odios y rivalidades sectarias. CAP, como los faraones, sin proponérselo se llevó a su tumba política a adecos y copeyanos. Casi seis años más tarde, Chávez entraba en Miraflores a lomos de un discurso antipartido.
Coincido con el presidente Alan García en que el 80% de los peruanos está de acuerdo con que se exploten las riquezas naturales que el país posee, estén donde estén, no sólo para beneficio de los inversionistas, las multinacionales o los empresarios nativos, sino especialmente para poder sacar de la pobreza a ese 40% de tristes seres humanos que sobreviven con menos de dos dólares al día, con frecuencia se acuestan con hambre y carecen de recursos para comprar medicinas.
Es verdad que hay que proteger el medio ambiente, pero no es eso lo que realmente persigue esta coalición de camaradas. La historia demuestra que muchos de los ecologistas, dotados de un lenguaje pseudocientífico, pero muy eficaz, de la mano de los enemigos del progreso, como los indigenistas, están siempre dispuestos a impedir la creación de riqueza y de fuentes de trabajo, sin que les importen los daños que esa actitud causan a las personas más necesitadas. Si los peruanos se dejan arrastrar por ellos, y si la clase política sucumbe a la intimidación de los revoltosos y, de paso, destruye al gobierno, todos van a pagar un altísimo precio. En los últimos diez años Perú ha sido uno de los países más exitosos de América Latina y ha conseguido disminuir la pobreza en un quince por ciento. Todo habrá sido inútil. Comenzará otro ciclo de desesperanza y caos. Ya ha ocurrido en el pasado.
El episodio es peligrosísimo para la estabilidad peruana. El asunto trasciende la simple revuelta local. La capacidad de demolición con que cuenta la izquierda colectivista de Chávez, sumada al indigenismo y al ecologismo, puede ser letal. Hechos muy parecidos le costaron la presidencia, la persecución y el exilio al presidente boliviano Gonzalo Sánchez de Losada en el año 2003, y abrieron la puerta a Evo Morales y a su proyecto antidemocrático y antirrepublicano. Bastó con que la clase política, incluido el vicepresidente Carlos Mesa, quien heredó provisionalmente el poder, con una mezcla de oportunismo e instinto suicida, se colocara junto a los amotinados y renunciara a la institucionalidad para precipitar a Bolivia en el caos creciente de esa confusa amalgama autoritaria y empobrecedora que es el socialismo del siglo XXI.
Hugo Chávez y Evo Morales odian intensamente a Alan García y no tienen que buscar excusas para tratar de desestabilizar el Perú. El proyecto bolivariano posee la coartada ideológica. Es una corriente política que cree y practica el internacionalismo revolucionario donde y cuando le da la gana, pero chilla y protesta contra la "injerencia imperialista" cuando un "extranjero" se aventura a criticarla, como sucedió recientemente en Caracas en el instante en que algunos intelectuales, como los peruanos Mario y Álvaro Vargas Llosa y Enrique Ghersi, el colombiano Plinio Apuleyo Mendoza o los mexicanos Jorge Castañeda y Enrique Krauze (entre tres docenas de valiosas cabezas), se atrevieron a opinar sobre la desoladora realidad venezolana.
Por ahora, el arco político democrático peruano se mantiene firme en defensa de la institucionalidad, con la excepción de Ollanta Humala (el hombre de Chávez en Lima) y de unos pequeños grupos de ultracomunistas, pero nunca se debe desestimar la incontrolable tentación cainita de los aspirantes al poder. Aunque muchos venezolanos hoy no lo recuerdan, probablemente el hecho esencial que minó los partidos políticos y abrió el camino a Hugo Chávez fue la injusta destitución de Carlos Andrés Pérez (CAP) en 1993 por un supuesto delito de malversación que, en realidad, enmascaraba odios y rivalidades sectarias. CAP, como los faraones, sin proponérselo se llevó a su tumba política a adecos y copeyanos. Casi seis años más tarde, Chávez entraba en Miraflores a lomos de un discurso antipartido.
Coincido con el presidente Alan García en que el 80% de los peruanos está de acuerdo con que se exploten las riquezas naturales que el país posee, estén donde estén, no sólo para beneficio de los inversionistas, las multinacionales o los empresarios nativos, sino especialmente para poder sacar de la pobreza a ese 40% de tristes seres humanos que sobreviven con menos de dos dólares al día, con frecuencia se acuestan con hambre y carecen de recursos para comprar medicinas.
Es verdad que hay que proteger el medio ambiente, pero no es eso lo que realmente persigue esta coalición de camaradas. La historia demuestra que muchos de los ecologistas, dotados de un lenguaje pseudocientífico, pero muy eficaz, de la mano de los enemigos del progreso, como los indigenistas, están siempre dispuestos a impedir la creación de riqueza y de fuentes de trabajo, sin que les importen los daños que esa actitud causan a las personas más necesitadas. Si los peruanos se dejan arrastrar por ellos, y si la clase política sucumbe a la intimidación de los revoltosos y, de paso, destruye al gobierno, todos van a pagar un altísimo precio. En los últimos diez años Perú ha sido uno de los países más exitosos de América Latina y ha conseguido disminuir la pobreza en un quince por ciento. Todo habrá sido inútil. Comenzará otro ciclo de desesperanza y caos. Ya ha ocurrido en el pasado.