Si a lo largo del último medio año hubiera habido seis atentados suicidas en Dinamarca, cuya población es similar en número a la de Israel, la reacción sería una sensación de calamidad y urgencia. El asesinato de una sola persona, Theo van Gogh, por un yihadista sacudió profundamente Holanda y provocó un estado de crisis.
El de la semana pasada en Tel Aviv fue el 82º atentado suicida palestino contra Israel desde la firma, el 13 de septiembre de 1993, de la Declaración de Principios Israel-OLP. Sólo en 2006, las fuerzas israelíes han capturado a más de 90 palestinos que se encontraban planeando atentados o a punto de cometerlos; esa cifra es más de la mitad de la registrada en todo 2005.
Otra analogía: en partes de New Hampshire, que tiene aproximadamente el mismo tamaño que Israel, un grupo étnico extranjero reclama la independencia. New Hampshire les concede un alto grado de autonomía, a falta únicamente de la independencia, sobre la base de un acuerdo que estipula que las reclamaciones adicionales se solucionarán por medio de negociaciones si se abandona completamente la violencia. Pero los atentados suicidas, los disparos, los apuñalamientos y hasta los ataques con misiles contra New Hampshire desde las zonas autónomas se convierten en la norma; doce años después, las fuerzas de seguridad trabajan en labores defensivas las 24 horas al día, pero la gente sigue siendo asesinada o herida y la ciudadanía se encuentra en constante peligro.
El escenario de arriba es, por supuesto, inconcebible; en lugar de dejar que la situación se prolongase durante una docena de años, sin horizonte visible de solución, New Hampshire, o cualquier otra entidad política, habría reconquistado tiempo atrás las zonas autónomas, movida por el imperativo de proteger a su ciudadanía de la muerte y la mutilación.
Cualquier otra entidad política en el mundo, excepto Israel.
El motivo de la estrafalaria contención de Israel no es ningún misterio: la entidad que le ataca, la Autoridad Palestina, es el ojito derecho del mundo. Incluso –en realidad, particularmente– en los más posmodernos, relativistas y moralmente blasés países occidentales, la existencia de esta entidad se considera tal absoluto moral, su desmantelamiento tan inconcebible, que la noción de que Israel haga lo necesario para salvar las vidas del próximo grupo de israelíes que inevitablemente saldrá volando por los aires ni siquiera se contempla como posibilidad política, incluso entre gran parte de la "derecha" en el propio Israel.
Desmantelar la Autoridad no conllevaría una reocupación israelí permanente de los centros de población palestinos, igual que el desmantelamiento del régimen talibán en Afganistán y el de Sadam Husein en Irak no supusieron una ocupación extranjera permanente de dichos países. Significaría reconocer que la creencia de que la OLP y los palestinos en general estaban preparados para un compromiso pacífico ha sido un error, y que intentar solucionar el problema basándose en esa premisa equivocada ha demostrado ser demasiado costoso.
Dado que actualmente no hay, entre los palestinos y, en general, en los mundos árabe y musulmán, una voluntad de hacer la paz con Israel, la reocupación de los territorios por parte de Israel sería probablemente larga y entrañaría costes. El precio de no desmantelar la Autoridad Palestina es su existencia: continuos ataques, continuas carnicerías y continuo peligro para Israel.
Hoy queda claro, asimismo, que todas las tentativas de Israel por cuadrar el círculo –mantener la Autoridad Palestina y, a la vez, alcanzar su propia seguridad– han fracasado. Las ofertas de crear infraestructuras de Estado, las incursiones militares limitadas, la construcción de una barrera de seguridad, las retiradas territoriales parciales, todo ha dado el mismo resultado: el terrorismo continúa. Lo único que, hasta la fecha, ha disminuido sustancialmente la exitosa escalada terrorista, el incremento de la actividad militar israelí desde 2002, ni se ha aproximado a poner fin al terror.
Incluso si la tentativa de presionar al régimen de Hamas hasta que colapse tuviera éxito, tampoco sería la solución, ya que los demás grupos con poder político-militar en la AP (Fatah y sus secuaces, el Frente Popular, los Comités de Resistencia Popular, la Yihad Islámica y demás) comparten la misma naturaleza terrorista y el objetivo de atacar y destruir a Israel. Cualquier recambio de Hamas mantendría, asimismo, el sistema educativo, que adoctrina a las generaciones palestinas en el odio antisemita y antiisraelí.
Algunos creen que la solución pasa por completar de una vez la barrera de seguridad israelí. Pero mientras que la incomparablemente menor y más defendible barrera entre Gaza e Israel ha puesto fin, de momento, a las infiltraciones, las tentativas –incluidas las que se sirven de túneles– son constantes. Incluso si se completa, la barrera de la Margen Occidental será mucho más larga, accidentada y difícil de defender; además, no representa solución alguna a los ataques con misiles.
La verdadera disyuntiva es, pues, clara: o se permite que continúe la matanza de israelíes, trabajando para rebajarla pero no para erradicarla, o se emprende la única acción militar que puede ponerle fin. Cualquiera que crea que los israelíes tienen el mismo derecho a la vida que los daneses, los holandeses, los americanos o cualesquiera otros debería respaldar la segunda alternativa. El hecho de que los propios israelíes, cansados y aturdidos, hayan elegido ahora un Gobierno blando, y ya no insistan en su propio derecho a la vida como lo hacían en los primeros años de la era de Oslo, no significa que otros deban aplaudir su suicidio.
[1] Este artículo fue publicado en Front Page Magazine el pasado 28 de abril.