Resulta de escasa utilidad afirmar que el caso Schiavo es estrictamente privado y descartar todo lo ocurrido en las últimas semanas en nombre del respeto a unas decisiones que no están en el ámbito público. La suerte de Terri Schiavo ha centrado el debate público, ha puesto de relieve posiciones muy diversas y ha colocado en primer plano algunas de las grandes posiciones ideológicas y de conciencia de la sociedad norteamericana.
En primer lugar están las repercusiones políticas. Reduciendo el asunto al ámbito estrictamente partidista, el caso Schiavo ha dividido tanto a los demócratas como a los republicanos. Como es sabido, el Congreso norteamericano se reunió el fin de semana del 20 y 21 de marzo en sesión extraordinaria para votar una ley específica que permitiera a un tribunal federal revisar el caso. No ordenaba que se volviera a alimentar a Terri Schiavo. Simplemente daba la posibilidad de que un tribunal viera otra vez el caso y, si así lo consideraba justo, decidiera reanudar la alimentación. Bush firmó la ley pasada la una de la madrugada del día 21, lunes.
La posición del Partido Demócrata era una incógnita que se resolvió cuando llegó la votación: 102 representantes demócratas no votaron, y de los que sí lo hicieron 53 se decantaron por no y 47 respaldaron la propuesta. Casi la mitad de los que votaron pensaron que la vida de Terri Schiavo merecía una nueva vista, o no se atrevieron a tomar una posición que podía ser entendida como una negativa a darle una nueva oportunidad a Terri Schiavo.
Los republicanos, por su parte, votaron casi unánimente a favor de la ley. Eso no impide, sin embargo, que el caso Schiavo haya puesto de relieve las diferencias que existen en la coalición que respalda a la Administración Bush.
El caso Schiavo empezó en 1998, con un primer brote en 1993, y desde entonces hasta marzo de 2005 el Congreso no encontró nunca nada que decir al respecto. No es por tanto exagerado calificar de oportunista su intervención tardía. La ley aprobada por el Congreso es probablemente inconstitucional, por referirse a una sola persona y carecer del carácter general que tiene que tener cualquier ley. Además, el Congreso intervenía en un área reservada a los jueces y a los Estados, que son los que tienen el poder de legislar en materias que atañen a la familia, como era éste.

De esa oposición nació el movimiento que acabó rompiendo el consenso progresista establecido en Estados Unidos entre 1932 y los años 70. Hoy mismo, el vicepresidente Dick Cheney, un republicano tradicional, se opone a la enmienda constitucional que impediría al matrimonio entre personas del mismo sexo argumentando que las cuestiones familiares son competencia exclusiva de los Estados. La limitación del poder del Gobierno central mediante la delimitación de sus competencias es, por tanto, una de las señas de identidad de la actual derecha americana.
La intervención del Congreso y del Senado contradice completamente esta tradición que preconiza el equilibrio de poderes (entre el Gobierno federal y los Estados, así como entre el poder judicial y el legislativo), de extrema importancia para quienes se consideran defensores de la libertad y partidarios de limitar y reducir en lo posible la intervención del Gobierno.
Aquí está la segunda gran contradicción que el caso Schiavo ha sacado a la luz. La coalición que apoya a Bush es muy compleja, aunque se puede reducir, simplificando mucho, a dos grandes líneas: conservadores, por una parte, y liberales o libertarios, por otra. Por conservadores se puede entender todos aquellos que desean preservar instituciones, tradiciones y valores morales que consideran esenciales para la supervivencia de una sociedad libre, por ejemplo la familia o la religión, sin distinción de credos ni de iglesias en este último caso. Por liberales se entiende quienes consideran que el Estado tiene que abstenerse de intervenir en los valores morales que conforman la base de lo que cada individuo considera adecuado para su dignidad o su felicidad. El papel del Estado es garantizar el cumplimiento de la ley, que es el único marco consensuado que limita la acción de los individuos.
Desde un punto de vista liberal, resulta evidente que en el caso Schiavo tanto el poder Legislativo (Congreso) como el Ejecutivo (el presidente) han intentado imponer un determinado criterio moral por encima de la ley que deja en manos del esposo la decisión última acerca de la terminación de la vida de un paciente, siempre que el esposo pueda demostrar que su decisión responde al deseo de la persona afectada. Es lo que han dictaminado todos los tribunales que han tomado parte en el caso y es el criterio que ha acabado prevaleciendo.

Los dos argumentos, tanto el conservador como el liberal, son muy poderosos. Demuestran la consistencia ideológica de la derecha norteamericana, conseguida con un trabajo que ha durado varias décadas. Las encuestas de opinión han respaldado la posición de Michael Schiavo. Por una mayoría muy amplia, los norteamericanos consideran que se debía respetar la voluntad de Terri. Más aún, no quieren que nadie interfiera en el cumplimiento de su propia voluntad en el caso de encontrarse en la situación de Terri Schiavo. Según una encuesta de CBS, el 82% de los norteamericanos piensa que el Congreso y el presidente Bush debían haberse mantenido apartados del asunto. El 74% piensa que el Congreso ha convertido un asunto humano y privado en un tema político.
Es lógico que, según otras encuestas, la popularidad del presidente Bush haya descendido siete puntos después de su intervención, como también lo es que haya quien piense que esta intervención tendrá consecuencias negativas para su Administración. En un determinado grupo de personas el caso Schiavo ha sido determinante: las personas dependientes, que votaban demócrata, han cambiado la intención de voto y en las últimas encuestas apoyan mayoritariamente a los republicanos.
Este giro no es desdeñable, ni por las cifras ni por la extrema sensibilidad del tema que se toca. Probablemente indica que el caso Schiavo no tendrá consecuencias negativas para la Administración Bush. Algunos especialistas en encuestas corroboran esta intuición basándose en la excepcionalidad del asunto, que difícilmente se repetirá con el dramatismo que ha alcanzado esta vez, y en la división del Partido Demócrata, que no podrá rentabilizar las divisiones de los republicanos.
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Hay más. La división interna tanto de los demócratas (expresada en los votos) como de los republicanos (expresada en los medios de comunicación y en el terreno ideológico) indican que el caso Schiavo puede ser un paso, tal vez pequeño pero importante, en un proceso de recomposición de las tendencias de la opinión pública en materias en las que la moral es inseparable de la política. Son todas aquellas en las que el Estado tiene la capacidad de decidir sobre la vida humana, y por lo fundamental recogen tres grandes apartados: el aborto, la pena de muerte y la investigación con células madre (la eutanasia está descartada, aunque hay que tener en cuenta que el suicidio asistido está legalizado en el Estado de Oregón desde 1997).
Por parte de los demócratas, y en general de la opinión progresista, resulta difícil sostener que se está a favor de los desvalidos y los desfavorecidos y optar por la "libertad de morir" en un caso tan delicado como ha sido éste. Por parte de los republicanos, la defensa de la vida en el caso Schiavo choca frontalmente con la defensa de la pena de muerte, aunque en este caso, por razones exactamente inversas, también lo hace en el caso de los progresistas. Lejos de las posiciones partidistas, la opinión pública parece estar evolucionando en un sentido más moderado, pero con repercusiones inevitables en las actitudes políticas.

Recientemente el Tribunal Supremo ha prohibido la aplicación de la pena de muerte a los menores de edad. La decisión ha provocado una polémica muy intensa, pero es definitiva. El antiguo gobernador republicano de Illinois impuso en 2000 una moratoria a la pena de muerte que no ha sido revocada. El propio Bush, partidario de la pena capital –como demostró en su etapa de gobernador de Texas–, habló en su discurso de toma de posesión de la necesidad de incrementar las pruebas de ADN y garantizar más medios a los abogados defensores en casos con posible pena de muerte.
En cuanto al aborto, es sabido que la legislación norteamericana está entre las más progresistas del mundo desde que el Tribunal Supremo removió todos los obstáculos a esta práctica en los casos Roe vs. Wade y Doe vs. Bolton, de 1973. Desde entonces el aborto quedó convertido en una cuestión estrictamente privada. Como no fue una decisión democrática sino judicial, y en una sociedad en la que el debate moral es central en la opinión pública, el aborto, en particular en los términos tan amplios en los que quedó definido desde 1973, ha sido una fuente constante de división, extremadamente enconada y en más de una ocasión dramática.
La opinión también ha ido cambiando desde principios de los 90, cuando casi la mitad de los norteamericanos pensaban que el aborto debía ser legal en cualquier circunstancia, hasta hoy, en que algo más del 56% creen que debe haber alguna limitación. El número de abortos ha venido descendiendo en los últimos años, aunque se discute si esto se debe a las políticas más restrictivas que han promulgando algunos Estados o a la situación general (ya sea una mayor conciencia moral o el éxito de las medidas preventivas).

En este caso son los demócratas los que tienen que cambiar. En 1992 los republicanos bajaban el tono al hablar de su oposición al aborto. Ahora es Hillary Clinton quien lo ha hecho, como se comprobó en el discurso que pronunció el pasado 24 de enero. No rechazó lo que se llama "derechos reproductivos", pero insistió en la dimensión trágica del aborto.
Hillary Clinton se ha dado cuenta, al igual que muchos otros demócratas, del peso y creciente popularidad que han ido adquiriendo las posiciones provida. Hay quien sostiene en el Partido Demócrata que la defensa a ultranza del aborto, característica del partido desde los años 70, le está costando escaños y gobernadores. Es una hipótesis verosímil, y explica la división y el perfil bajo de muchos demócratas en el caso Schiavo.
De esto se pueden deducir por lo menos dos cosas: la primera, que, por muy abrasivo que haya sido el caso Schiavo –o justamente por haberlo sido–, también ha sacado a la luz la existencia de una zona muy amplia para el consenso en una opinión pública que se muestra más abierta a la comprensión y a la tolerancia de lo que algunas posiciones extremas dan a veces a entender. La segunda es que la existencia de esta zona intermedia es, en sus grandes líneas, más proclive a la "cultura de la vida" preconizada por el Papa Juan Pablo II y reivindicada como propia por la Administración Bush que a la neutralidad total del Estado en cuestiones que atañen a la vida el ser humano.