Hace algo más de un mes, la Comisión Europea invitó a un grupo de periodistas, procedentes de Francia, Portugal, Malta y España, y entre los que me contaba yo, a visitar Atenas. Allí tuvimos la oportunidad de hablar con varios miembros del Gobierno griego, con líderes del Pasok y de Nueva Democracia; con banqueros, sindicatos, empresarios y altos funcionarios del FMI y la Unión Europea.
Sólo en un acto no tomé notas, pero no por ello resultó menos iluminador. La protagonista del mismo era Rodoula Zissi, vicepresidenta del Parlamento griego (unicameral). Estaba en el centro de un mostrador que se curvaba hacia las gradas, donde estaban los asientos que íbamos ocupando los periodistas. Le acompañaban seis personas, de las que sólo una abrió la boca. Era la traductora, que repetía en inglés las vagas e inanes palabras de la conferenciante. Luego pudimos comprobar que no necesitaba a la traductora para dirigirse a nosotros, ya que hablaba un buen inglés y también un muy bien francés. Pero ahí estaban la traductora y los otros cinco acompañantes. Cada diputado tiene media docena de ayudantes, todos ellos pagados, claro, por el Estado. Son sólo una parte, quizá la más conectada, de una vastísima red clientelar.
Clientelismo hay en cualquier país, sí. Quizá la diferencia, en el caso de Grecia, sea su magnitud y extensión. Los deportistas que alimentan la gloria nacional con una medalla o un título reciben habitualmente como premio un puesto en la Administración.
¿Qué hay en Grecia que posibilita este asistencialismo, que tiene por objeto a los propios empleados públicos y no tanto a los demás ciudadanos?
Durante el dominio otomano (hablamos de un período de cinco siglos que concluyó en 1821), el pueblo griego mantuvo en lo esencial su unidad étnica y el sentimiento de comunidad. Había miembros del mismo que, por su formación, trabajaban como escribas o altos funcionarios. Eran, además, los interlocutores del régimen con su comunidad. Hoy, dos siglos después de la independencia, la figura del interlocutor ante el Estado sigue siendo harto relevante. También pervive la hostilidad hacia éste.
"Aquí se ve al Estado como un enemigo", me comentó en una ocasión Nina Melisova, periodista de la agencia Ana. "Aquí, quien engaña al Estado, quien saca partido de él sin contribuir, no es visto como un insolidario, sino como un listo que ha sabido sacar partido a su circunstancia". Hasta cierto punto, me sorprendió escuchar lo mismo durante una cena con George Kostit, presidente de la asociación de consumidores Biozo: "El Estado es el enemigo", me dijo sin atisbo de ironía. Recordé en ese momento la conversación que había mantenido con Melisova, que también me comentó lo que sigue:
Hay una frase que es la frase nacional. Aquí la gente no hace caso del Estado. Por ejemplo, se advierte de que no se cruce un puerto sin llevar las cadenas puestas. La gente pasa, y al final acaban cruzándose tres o cuatro coches; incapaces de avanzar, crean un atasco fenomenal. Y entonces es cuando aparece esa frase, cargada de indignación: "¿Dónde está el Estado? ¿Dónde está el Estado?".
El problema es que el Estado griego no está concebido, principalmente, como una administración racional al servicio de un conjunto de intereses generales, sino como una gran ubre. Es como una piñata, a la que se zarandea con el único propósito de sacarle algo. Un alto funcionario de una organización multilateral decía, no sin exageración: "Esto no es un país; es una colección de intereses creados". El sistema político contribuye a este estado de cosas: tiene algo de oriental en la conformación de sus élites, que con frecuencia son sagas familiares.
Es difícil hacer de una Administración algo funcional, efectivo y eficiente. Especialmente cuando la propia Administración apenas se ocupa de eso. Al referirse a la situación de su país, Loukas Tsoukalis, presidente de la Federación Helénica de Política Europea e Internacional (Eliamep), decía:
Tiene una élite exitosa esparcida por el mundo. Tiene, quizás, la mayor tasa per cápita de profesores en el extranjero. Sin embargo, el Estado es uno de los peores del planeta. Tiene un sistema clientelista, que en los últimos años ha sido muy corrupto. Esto exige cambios radicales en el sistema político y en la Administración.
Nikos Kostrandras, editor jefe del diario Ekathimerini, comentó, partiendo del segundo plan de reformas impuesto por la troika:
El segundo memorándum prevé despedir a 150.000 funcionarios. No lo veo lo más adecuado, porque el problema no es que sea grande, sino que el Estado no está creado para servir a la gente. Necesitamos un Estado dentro del Estado. Un ministerio cuyo cometido sea que funcionen los ministerios.
Ese ministerio ya existe. Se trata del grupo de trabajo (task force) desplazado por la UE. Su director, Horst Reichenbach, apuntó que no desempeñan el menor papel en lo relacionado con el sistema fiscal. En materia de impuestos afirma que se ha registrado algún avance, pero que se va "a un ritmo muy lento". "En el futuro se tendrá que simplificar el sistema impositivo, para que a los funcionarios les sea más fácil manejarlo". Al respecto, Giorgios Papandreu nos dijo:
Hemos cambiado la legislación fiscal. Pero si el funcionario es corrupto, tú puedes cambiar las leyes las veces que quieras... Y si subes los tipos, entonces aumentas los ingresos de ese funcionario corrupto. De modo que tienes que reformar la Administración.
Papandreu citó un informe de la Brookings Institution según el cual los ingresos del Estado griego aumentarían ocho puntos del PIB si se acabara con el fraude fiscal. Cantidad suficiente para solventar el problema fiscal del país. Ni rescate, ni quita ni nada. Pero, como indicaba Loukas Tsoukalis,
es muy difícil lidiar con el peor de todos los problemas, que es el Estado.
En esa tarea, la UE y la troika no están solas. Cuentan con Panagiotis Karkatsoulis, del Ministerio de Reforma Administrativa y reconocido por la American Society for Public Administration como el mejor funcionario del mundo –para todo tiene que haber premios–. En una entrevista para el diario portugués Público, Karkatsoulis explicaba que el Estado griego tiene que realizar 23.000 tareas distintas, con unos 1.140 cambios anuales.
Estas cifras son reveladoras. Sí, 23.000 competencias oficiales es un número enorme. Pero si lo miramos con más detenimiento, veremos que esas 23.000 competencias no afectan al funcionariado del mismo modo; y algunas están ahí pero no son de utilidad.
Karkatsoulis ve con mucho escepticismo las pretensiones de reforma inmediata. Tampoco otorgaba una importancia decisiva a las elecciones que acaban de celebrarse. La transformación por la que tiene que pasar su país es muy profunda y llevará años, muchos años. Un alto funcionario de una institución internacional comentó que, a medida que iban conociendo Grecia, se daban cuenta de que no era "suficiente" un apoyo financiero para introducir cambios en un período de dos o tres años. "Si los problemas están muy enraizados y son estructurales", y este es el caso de Grecia, las reformas exigen "unos diez años". "Nosotros vimos que los cambios que se deben producir en Grecia necesitan más tiempo".
Este funcionario, reconocido fuera de su país, es representativo de Grecia en un aspecto que puede resultar chocante para el lector de la actualidad griega, o para el lector de este mismo artículo. Y es que los griegos, individualmente, son gente por lo general muy válida, con una buena formación y con iniciativa. Pero hay algo en la forma de organizarse el país que lleva a la frustración de los esfuerzos individuales.
El motor del cambio de esa realidad deben ser los políticos. Pero ¿quieren, pueden? Al habla Reichenbach: "Más que resistencia por parte de los funcionarios, lo que me dice mi experiencia es que los políticos no dan las directrices adecuadas". Karkatsoulis es de la misma opinión. "Está claro que los políticos no quieren que haya cambios. Si no, ¿por qué, entonces, están haciendo todo lo posible para oponerse a ellos?".