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EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

Grado Cinco

El movimiento contra el nombramiento de Harriet Miers para el Tribunal Supremo se ha convertido en las últimas dos semanas en una auténtica sublevación contra Bush. No sólo no ha amainado. Ha ido creciendo, como los huracanes van cogiendo más fuerza cuando pasan sobre las aguas calientes del Golfo de México. Está a punto de alcanzar el grado cinco, propio de los tifones más peligrosos. Por ahora ha convertido la derecha norteamericana en un campo de batalla.

El movimiento contra el nombramiento de Harriet Miers para el Tribunal Supremo se ha convertido en las últimas dos semanas en una auténtica sublevación contra Bush. No sólo no ha amainado. Ha ido creciendo, como los huracanes van cogiendo más fuerza cuando pasan sobre las aguas calientes del Golfo de México. Está a punto de alcanzar el grado cinco, propio de los tifones más peligrosos. Por ahora ha convertido la derecha norteamericana en un campo de batalla.
Bruce Bartlett, conocido columnista conservador, es de los que ha llegado más lejos. "La verdad que ahora se abre paso entre muchos conservadores –escribe Bartlett– es que George W. Bush no es uno de los suyos y nunca lo ha sido". No está mal, ¿verdad?
 
¿Cuáles son las razones de este asalto frontal y al parecer definitivo?
 
La chispa que ha desencadenado la tormenta es, como ya se sabe, la elección de Miers. O, como dijo un colaborador del Wall Street Journal, el nombramiento de un alter ego del propio Bush, el nombramiento de sí mismo para el Tribunal Supremo. Bush ha dejado claro que no concede al movimiento intelectual conservador la importancia que éste piensa tener. Pero hay más. Se podía pensar que las visitas rituales de Miers al Congreso, para presentarse ante los senadores, devolverían las aguas a su cauce. Ha sido al revés. Miers ha conseguido enfurecer a varios de los próceres con los que ha tenido la desdicha de entrevistarse.
 
Más allá de la posible falta de aptitud y de conocimientos que haya demostrado Miers, el rechazo, bien escenificado, ha sido un gesto de la colina del Capitolio a la Casa Blanca. O bien de distancia, en previsión de las elecciones del año que viene, o bien de respuesta ante la arrogancia de la Casa Blanca frente a los líderes conservadores, una relación que Bush ha delegado, en muy buena medida, en Karl Rove. Como Rove está a la espera de lo que decida un jurado sobre su destino en el caso Plame, todos los elementos estaban servidos para una sonora bofetada.
 
A modo de comentario incidental, vale la pena reseñar que Bush no ha utilizado nunca el poder de veto sobre la legislación votada en el Congreso, ni siquiera contra aquellas leyes con las que ni él ni el conjunto del movimiento de derechas estaban de acuerdo, como la ley MacCain-Feingold de financiación electoral. Tampoco ha recurrido nunca al veto para oponerse a la demagogia derrochadora de la actual mayoría republicana, particularmente manirrota.
 
Bush, ante el Congreso, poco después del 11-S.Otra de las causas de la rebelión es que Bush no se ha portado nunca como un conservador al modo tradicional. Es cierto que hizo suya la herencia de Reagan en cuanto a las bajadas de impuestos. También se mostró clásicamente patriota con el rechazo al Tratado de Kioto, con su negativa a reconocer el Tribunal Internacional de La Haya y con su posición independiente frente al Consejo de Seguridad en las Naciones Unidas.
 
Ahora bien, algunas de las reformas internas más importantes de su presidencia han ido en dirección contraria a la tradición republicana. Aumentó los gastos con la reforma de Medicare. Centralizó la educación con las reformas en la enseñanza, un terreno que pertenece por tradición a los estados federales. Dejó caer el principio del cheque escolar y se olvidó de la libertad de elección para los padres con tal de conseguir el respaldo de los demócratas en su propuesta de ley educativa. También ha mantenido una política favorable a la inmigración. Muchos conservadores y muchos liberales –buena parte de la derecha norteamericana– no se reconocen en estas políticas.
 
A pesar de las apariencias, tampoco la guerra de Irak suscitó un respaldo sin fisuras. Y no sólo se distanciaron los llamados "paleoconservadores", herederos (ya escasos) de una larga tradición aislacionista. También lo hicieron derechistas a los que les hubiera gustado un sesgo menos "ideológico" –según ellos– para la política internacional de su país. La prolongación del conflicto no ha ayudado a la Administración.
 
Por si fuera poco, Bush está en horas bajas tras el Katrina, la subida del precio de la gasolina, los problemas de Rove y de Lewis Libby, el jefe de gabinete del vicepresidente Cheney, además de los de DeLay y Bill Frist, dos puntales del Partido Republicano en el Congreso. En su segundo mandato Bush sólo ha intentado una gran reforma, la de la Seguridad Social. De haber salido adelante le habría consolidado definitivamente, pero ha acabado en un fracaso completo. Ahora ha empezado a pasar factura.
 
Todo esto explica la amplitud de la sublevación contra Bush. Había una larga serie de contradicciones y de resquemores. El liderazgo de Bush siempre ha suscitado recelo en la derecha americana. La derecha había alcanzado tal grado de confianza en sí misma que se ha considerado traicionada en más de una ocasión por quien tantas veces se ha mostrado dispuesto a ceder para conseguir un máximo de acuerdo.
 
En algún momento los conservadores habrán de pararse a pensar que con Bush se consolidó una mayoría republicana en Washington como no había ocurrido en muchos años. Por ahora da igual. Ha llegado la hora de saldar cuentas y sacar a relucir los agravios.
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