Entre los adversarios más notorios de la propuesta estuvieron los senadores demócratas Chuck Schumer y Hillary Clinton, representantes ambos de Nueva York y firmes baluartes, en este caso, del progresismo neoyorquino. Hillary Clinton calificó la propuesta de "descarada maquinación política". Pero no sólo los demócratas votaron en contra. Dos eminentes republicanos: John McCain, siempre templado, y Arlen Specter (senador por Pensilvania y presidente de la Comisión de Justicia), también lo hicieron.
Hace dos años, la misma propuesta de enmienda constitucional destinada a impedir el matrimonio gay salió derrotada por 48 contra 50. Arlen Specter votó entonces a favor.
No parece haber dudas de por qué el Partido Republicano ha presentado otra vez una propuesta destinada a fracasar. Se trata de movilizar a una base republicana desconcertada ante la falta de rumbo de la derecha en el poder. Los republicanos se habrían arriesgado a una derrota segura con tal de asegurar a su electorado más ideologizado que permanecen firmes en algún punto de las convicciones que hace dos años les llevaron al poder. La defensa de la familia y el matrimonio, el matrimonio a secas, resultan los mejores argumentos.
Hay otro argumento más idealista, que sólo algunos se atreven a adelantar. En los últimos 20 años la tolerancia ante la homosexualidad y la integración de los homosexuales en la sociedad norteamericana han ido aumentando sin cesar. Todas las encuestas muestran una inequívoca tendencia a aceptar alguna clase de legalización de las uniones entre personas del mismo sexo. Según el Pew Research Center, avanza incluso la aceptación de la adopción por parejas homosexuales. Y una amplia mayoría rechaza el famoso principio de tolerancia a cambio de silencio impuesta a los homosexuales en el Ejército. Es muy posible, por tanto, que si los defensores del matrimonio no consiguen sacar adelante su famosa enmienda en los próximos años se encuentren con la imposibilidad total de hacerlo en un futuro no muy lejano.
La posición de los demócratas, por otra parte, no es tan clara como a veces se quiere insinuar. En 2004 el único demócrata que se comprometió a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo fue Ted Kennedy, un hombre que desde hace mucho tiempo no tiene nada que perder, salvo algunos kilos.
Hoy ocurre algo parecido. La tendencia de las encuestas está clara, pero si los republicanos logran reavivar el debate los demócratas se encontrarían en una encrucijada incómoda. Una cosa es la integración de la homosexualidad y otra el matrimonio entre personas del mismo sexo, que sigue siendo ampliamente rechazado. Los demócratas no quieren romper con el flanco progresista, alineado a favor del matrimonio, pero tampoco se pueden alejar de un electorado que sigue apegado al sentido común en esta cuestión.
Así que los demócratas intentan escabullirse de un debate que puede perjudicarles en las elecciones de noviembre. Por eso se ha podido decir, en respuesta a la expresión de Hillary Clinton, que el voto contra la prohibición es una "maquinación para proteger a los candidatos demócratas que vuelven a presentarse a las elecciones".
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El arranque del debate político sobre el matrimonio del mismo sexo se produjo en 2003. El Tribunal Supremo tenía que juzgar un caso interpuesto por dos varones condenados por prácticas homosexuales (consentidas y privadas) en virtud de la legislación vigente en el estado de Texas. La sentencia del Tribunal en este caso, conocido como Lawrence vs Texas, fue redactada por el juez Anthony Kennedy, que había sido nombrado por Reagan en 1988. Rechazó como anticonstitucional cualquier legislación contra la sodomía.
La rotundidad de la argumentación del juez Kennedy en defensa de la "privacidad" evocaba el fundamento de la célebre sentencia por la que el Supremo legalizó el aborto en 1973. Y, como era de esperar, pronto hubo quien dio un paso más allá. Basándose en esos mismos argumentos, algunos tribunales estatales no se contentaron con declarar derogadas las leyes contra la sodomía (o la homosexualidad), sino que promulgaron la legalidad del matrimonio entre personas del mismo sexo, como hizo el Supremo de Massachusetts.
Aprovechando la oportunidad, algunos políticos, como el alcalde de San Francisco, aprovecharon para empezar a casar a parejas del mismo sexo sin autoridad ni base legal para hacerlo. Varios líderes demócratas se apresuraron a distanciarse de una actitud que consideraban prematura y perjudicial, ante la proximidad de las elecciones.
Pero el debate estaba lanzado, y a lo grande, aunque el movimiento había partido en falso. Era obvio que la sentencia del Supremo en el caso de Lawrence contra Texas no abría la puerta a la legalidad del matrimonio entre personas del mismo sexo, y para evitar que los tribunales y los políticos progresistas se embalaran los movimientos de defensa de la familia, tanto conservadores como religiosos, así como el Partido Republicano, aprovecharon lo que quedaba de 2003 y 2004, hasta las elecciones presidenciales de noviembre, para impulsar una serie de iniciativas legislativas que obstaculizaran el matrimonio gay.
Se dijo entonces que fue una iniciativa oportunista para crear una mayoría presidencial conservadora. Sin duda resultó un instrumento útil, pero la derecha se había limitado a responder a un impulso iniciado por los progresistas.
Por otro lado, el movimiento era de fondo y articuló dos principios bien enraizados en la derecha norteamericana: la defensa de la familia y el matrimonio, por un lado, y la autonomía de los estados federales para legislar sobre cuestiones familiares, basada en el texto de la Constitución. La derecha, en otras palabras, no sólo ha apelado a la tradición y a los valores e instituciones, como la familia, que fundamentan una sociedad libre; también ha apelado a la democracia. Las decisiones sobre legislación familiar corresponden a los estados (no al Gobierno central), y deben ser tomadas, tras el correspondiente debate público, por los representantes de la soberanía popular, no por los jueces.
Así es como se ha llegado a la situación actual. Diecinueve estados han aprobado enmiendas constitucionales que protegen el matrimonio, mientras otros 26 tienen estatutos legales con el mismo objetivo. En las elecciones de noviembre de 2006 los electores de otros seis estados darán respuesta a cuestiones similares.
Tal vez sin medir las consecuencias de lo que hacían, los progresistas del movimiento gay han suscitado un movimiento democrático que ha aclarado lo que los norteamericanos consideran matrimonio y lo que no. Y los conservadores, que confiaron en el debate, en la argumentación y en el voto, han ganado la batalla.
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Los hechos no ofrecen ninguna duda. Cuando el matrimonio entre personas del mismo sexo se somete a votación democrática, la mayoría del electorado lo rechaza. ¿Por qué, entonces, el empeño de algunos republicanos, y en particular del presidente Bush, en seguir insistiendo en una enmienda constitucional?
La razón es paradójica. Aparte de motivos coyunturales, como el intento de volver a movilizar unas bases desconcertadas y reunir una coalición disgregada, es el propio éxito de las iniciativas contra el matrimonio gay lo que en el fondo está impulsando a los representantes del Partido Republicano a centrarse en la reforma constitucional.
Quienes están a favor del matrimonio gay saben que, por ahora, y probablemente por mucho tiempo, no tendrán oportunidad de sacarlo adelante mediante un debate democrático. La tentación es grande, por tanto, de conseguir su aprobación mediante sentencias judiciales.
Al igual que el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo se ha convertido en una de esas guerras culturales que han definido el panorama político y moral de los Estados Unidos en los últimos años. La trinchera progresista es tan honda, la posición tan radical, que muchos conservadores han hecho cuestión de principio evitar el matrimonio gay mediante una enmienda constitucional.
La posición presenta un aspecto testimonial, de dramatismo excesivo, que no responde a la realidad de la situación en la derecha. Y es que, a diferencia de otros textos constitucionales, la Constitución norteamericana tiene un carácter casi sagrado. Una enmienda es un gesto de gran envergadura y ambición, que parece dar por supuesta la unanimidad de quienes la proponen. Pues bien, tal unanimidad no existe en cuanto a la prohibición del matrimonio entre personas del mismo sexo. Más aún, la derecha norteamericana ha ido evolucionando hacia una pluralidad cada vez mayor, justamente a medida que la izquierda se ha ido dejando encerrar en la trampa del chantaje progresista a favor del matrimonio como única forma tolerable de legalizar las parejas homosexuales.
Al principio de la gran revolución cultural de hace cuarenta años, la cuestión, obviamente, ni siquiera existía como tal. Al amparo del movimiento de los derechos civiles y las revueltas de los años 60, algunos grupos homosexuales, extremadamente minoritarios, empezaron a aparecer a la luz pública. Combinaban la necesidad del reconocimiento público de la condición homosexual con algunos elementos de retórica política identitaria, directamente inspiradas del movimiento contra la segregación racial. Pero mucho más que hacia el terreno político, el movimiento evolucionó entonces, y de forma acelerada, hacia un cambio drástico en las costumbres. Fueron los años de la salida a la luz del movimiento gay, y de una explosión vital a la que puso punto final la irrupción del sida.
Con el sida se colapsó la utopía de permisividad, libertad absoluta y promiscuidad sexual de los años 70. Su aparición coincidió con el triunfo del movimiento republicano y la llegada de Reagan a la presidencia. Parecía que la vuelta al poder de la derecha traía consigo el final de la era de libertad.
En realidad, el sida obligó a una reflexión de fondo acerca de la libertad y la responsabilidad individual que la explosión emancipatoria de los años 70 había obviado. A Reagan se le reprochó entonces su silencio sobre la enfermedad, que pareció poco compasivo. Pero la contradicción era mayor en el interior del movimiento gay, que estaba reivindicando al mismo tiempo dos posiciones: una mayor intervención del Gobierno para ayudar a los enfermos, financiar la investigación médica y prevenir el contagio, y la abstención de ese mismo Gobierno en cuanto a las prácticas sexuales de la gente, lo que incluía no sólo evitar posiciones moralistas, sino las medidas restrictivas de salud pública, los test obligatorios y cualquier tipo de puesta en cuarentena.
Lejos de reducirse a la marginalidad, el debate sobre el sida se situó en el centro mismo de la vida pública norteamericana. Afectaba a los límites del papel del Gobierno y, más profundamente aún, a la capacidad misma de las instituciones y de la moral para sostener la promesa de felicidad implícita en la naturaleza de Estados Unidos.
Lógicamente, el debate en la derecha se inició inmediatamente, y con consecuencias de largo alcance. Los sectores más conservadores tendieron a ver en la epidemia una consecuencia de orden casi apocalíptico ante los excesos de la permisividad previa. Bill Buckley, creador de la National Review, figura eminente del conservadurismo reaganiano y enfant terrible de la derecha, no participaba de estas convicciones. Pero, en vista de la resistencia del movimiento gay a cualquier medida de control, propuso en tono provocador que se tatuara a los portadores del virus. Era una forma de exigir que se asumieran responsabilidades individuales que muchos, entonces, se negaron a aceptar.
De mucho más calado fue la posición que adoptó Charles Everett Koop, responsable de la Sanidad pública con Reagan. Everett Koop era conocido por sus posiciones conservadoras, en particular ante el aborto. Siempre consideró su legalización una auténtica catástrofe moral para su país. A petición de Reagan, redactó un informe para fijar la posición oficial acerca de la enfermedad.
La reflexión partía de la premisa fundamental de que el Gobierno no puede ni debe intentar imponer un determinado estilo de vida a la sociedad. A partir de ahí, Everett Koop deducía dos líneas de trabajo. Una, lo que el Gobierno debía hacer: por ejemplo, explicar que la mejor forma de evitar el contagio era la monogamia y la sinceridad, pero también informar para prevenir, sin excluir la educación sexual en las escuelas ni la difusión de la utilidad de los condones en las prácticas sexuales de riesgo. La otra línea era lo que el Gobierno no debía hacer, como los análisis de sangre obligatorios (recomendaba los voluntarios), o adoptar medidas coercitivas.