No llegó a proceso, en cambio, el asunto del franquismo, que era el que más gracia hacía a sus simpatizantes: estaba en la línea de los sonados juicios a Pinochet y a los torturadores argentinos, donde tampoco le cabía jurisdicción, de haber aceptado el hecho de que la justicia es (y debe ser) territorial y cada pueblo tiene que enfrentarse a su pasado, su presente y su futuro, cosa difícil de asumir por un megalómano.
Por el momento, al menos, no le queda al hombre carrera en la que adelantar en España. Como no creo que a ningún banquero le queden arrestos para pagarle harto generosamente giras promocionales en otros lugares del planeta, tendrá que vivir de los frutos de lo que fue sembrando y de los apaños que le fabriquen sus admiradores, es decir, los dirigentes populistas latinoamericanos que tienen la sartén por el mango: por el momento, Cristina Kirchner y Rafael Correa. Aunque el segundo tuvo que reprimir una manifestación de abogados para recibir al exjuez con todas las grandezas de las que lo considera merecedor.
Cristina tuvo menos problemas: lo llevó a la inauguración del año legislativo en el Congreso –donde también estuvo Hebe de Bonafini como invitada especial–, lo presentó, lo jaleó y avisó a todo el mundo de que iba a ser su asesor judicial de ahí en más, ya que sus paisanos lo habían echado injustamente y erraba en busca de un hogar; cosas todas ellas que no arrancaron más que aplausos entre los presentes.
Creo que si yo hubiese sido un juez argentino, en ese momento me habría sentido ofendido, pero los jueces argentinos en general han perdido la capacidad de ofensa hace rato, y en su mayoría son admiradores de Garzón. Hasta conozco uno que, habiendo sido expulsado de la carrera judicial tras un proceso político perpetrado por colegas suyos que simpatizan con Garzón, sigue simpatizando con Garzón. Probablemente porque ellos no pueden hacer una carrera parecida, so riesgo de ser asesinados por unos o por otros, la ETA o el GAL, o los socios del torturador al que tienen que juzgar: la Argentina es un país, por el momento, menos tranquilo que España.
De todos modos, los límites de la acción judicial en la Argentina no los fijan los propios jueces, sino el Poder Ejecutivo, Cristina, para el caso, y, en consecuencia, los ideólogos que sustentan a quienes ocupan la presidencia, vale decir, las Madres de Plaza de Mayo y, en particular, Hebe de Bonafini, que no sólo estuvo en la inauguración del año legislativo, sino que entra y sale a placer de la Casa de Gobierno, aun ahora, a pesar del escándalo de las viviendas, que no fue más que una gota de agua en el mar de las irregularidades que ella y su organización cometen a diario.
Durante años tuvo la Bonafini como mano derecha a Sergio Schoklender, parricida convicto –su hermano, cómplice, continúa en prisión– del que se supone sufrió abusos por parte de la madre; su padre traficaba armas durante y para la dictadura. Entre la madre sin hijos Bonafini y el parricida Schoklender se tejió un lazo casi familiar, pero el muchacho, que ya había sido defraudado por su progenitora, lo fue también por su sustituta, que en cuanto aparecieron los problemas económicos y judiciales lo acusó de todo y lo dejó tirado.
La Bonafini es un ejemplar cuando menos curioso. Corren historias acerca de sus hijos, que no habrían desaparecido. Hace años, su exmarido apareció en un programa de televisión y dijo que vivían en París, pero jamás hubo confirmación ni ellos, de estar en condiciones, se dejaron ver. Pero no hace falta ese extremo para definirla: basta con saber que es una ardiente castrista, que apoya a ETA y que celebró el 11-S. Adora a Garzón, y Garzón la ha recibido siempre que ella lo ha pedido. Lo más grave es que pasa por adalid de los derechos humanos.
La pregunta es si Garzón es un defensor de los derechos humanos. Cristina cree que sí, y por eso le reserva un sitio en su entorno cercano. Porque en la Argentina la lucha por los derechos humanos es cosa de Gobierno, lo cual roza el absurdo. Es cosa de Gobierno y de las Madres de Plaza de Mayo (sector Bonafini, porque hay otras). ¿Y quién es el presunto violador de los derechos humanos? Los militares, que dejaron el poder hace treinta años, y muchos de los cuales han ido muriendo; pero se parte de la idea de que han sido mal juzgados en su momento, cuando Alfonsín decidió llevarlos ante la justicia, y de que posteriores amnistías e indultos (obediencia debida, punto final) empeoraron aún más la cosa.
La verdad es que esos acontecimientos legales dejaron sin efecto varias penas, ninguna capital ni perpetua, y que posteriormente se hizo hincapié en el problema de los delitos de lesa humanidad, como el secuestro, la desaparición y la venta de menores, imprescriptibles. De hecho, se hizo más justicia en la Argentina que en cualquier otro país del mundo en relación con Gobiernos pasados. Pero la injusticia es el gran elemento de legitimación de los Gobiernos peronistas del último período (Menem actuó precisamente en el sentido opuesto, cediendo y haciendo ceder a los jueces en no pocos casos). Por eso se miente sin ambages en cosas tan elementales y probadas como el número de desaparecidos, que son 30.000 en las cifras oficiales pero no pasan de 8.750 en la realidad, cifra más que suficiente (4 al día durante toda la dictadura, 1976-1983), pero al parecer escasa a los ojos del Gobierno montonero: los 22.250 restantes son una invención política, una cifra a la que se llegó por razones de propaganda en los años del poder militar, cuando no había modo de demostrar una cosa ni la otra, pero que se demostró falsa cuando se llamó a denunciar.
Con eso va a trabajar Garzón. Para ratificar y legitimar esas falacias se lo quiere en Buenos Aires. No sé para qué lo quiere Correa.
Chávez, desde luego, también ha mostrado sus simpatías por el exjuez. Saquen ustedes conclusiones.