A medida que la revuelta popular ha ido estrechando el cerco en torno a Trípoli, es a Osama ben Laden al que ha acusado de ser "el enemigo que está manipulando al pueblo" en su contra. Con este cambio de palo, el hombre que copó hasta 2003 los primeros puestos en las listas de cómplices del terrorismo internacional –en nombre de la lucha contra la alianza imperialista-sionista– se postulaba como una víctima del terrorismo internacional de Al Qaeda. A ver si colaba.
Gadafi no ha rectificado. A un consumado virtuoso del malabarismo político como es el coronel, capaz de salir indemne de la Guerra Fría tras desempeñar un destacado papel como aliado del eje soviético, le sobra desenvoltura para seguir haciendo como que su pueblo todavía le ama y echar la culpa del estallido de ira tanto a las alcantarillas norteamericanas como a Ben Laden, el personaje más buscado por la CIA y los servicios de inteligencia occidentales.
Aireando el fantasma de la conspiración talibán, el líder de la Jamahiriya –Estado de las masas– libia repite el guión con el que, cuando se vieron con el agua al cuello, también Ben Alí en Túnez y Hosni Mubarak en Egipto pidieron a Europa y EEUU que no les dejasen caer, haciendo valer su valía como baluartes contra el avance del islamismo. Especialmente Mubarak, que logró conectar con ese realismo político que teme que acabe cumpliéndose la advertencia que el rais pronunció poco antes de abandonar su trono: "O el islamismo o yo". Aun así, de nada le sirvió.
Si los occidentales optaron por desactivar la peligrosa explosión popular egipcia sacrificando un peón de probada lealtad como Mubarak, menos probabilidades tenía Gadafi de que mirasen hacia otro lado mientras él bombardeaba a civiles. El propio coronel lo ha recordado estos días: él no es un presidente como los que abundan por el resto de la vecindad. Es el Guía de la Gran Revolución del Primero de Septiembre de la Jamahiriya Árabe Libia Popular y Socialista, al que durante décadas se veneró dentro y fuera del país como un líder del pueblo situado en las antípodas de Mubarak, sumiso "títere del imperialismo".
Otro en su lugar hubiese incluso evitado rescatar ese pasado de gloria del que abjuró al reconocer la complicidad de su régimen en el atentado contra el avión de pasajeros que costó la vida a 270 personas en Lockerbie en diciembre de 1988. Pero ello le hubiese supuesto perder la oportunidad de intentar disuadir a los revoltosos haciendo revivir la honda emoción de aquellos llamamientos a la causa de la unidad de la nación árabe, "dispersada, humillada, desgarrada y agredida". Era cuando Gadafi exigía que todos los pueblos musulmanes recurriesen al terrorismo por dignidad y se dotasen del arma atómica como un acto de "legítima defensa" frente al "arsenal de la herejía mundial", que extendía su sombra desde Israel. Nada que ver con el Gadafi que en 2004 abrió sus puertas a las multinacionales occidentales en un proceso aperturista y que del pasado revolucionario sólo guardaba la habilidad del ilusionista.
Gadafi no se rinde
De hecho, le vimos en los últimos días tocar esta lira, la del orgullo beduino, cuando todavía no había perdido el control de Bengasi. Elegía un escenario especialmente cargado de simbolismo para su peculiar memoria histórica: el Museo de la Resistencia, levantado sobre los restos del bombardeo con que desde Washington se le castigó en 1986 tras el atentado contra la discoteca La Belle de Berlín. Pero hasta los ayatolás iraníes, que también creen que es la mano de la CIA la que lleva la batuta de las revueltas –que también amenazan a su régimen–, le han ignorado.
No importa, Gadafi no se rinde. Quizá porque está demasiado acostumbrado a que su gran poder de seducción acabe imponiéndose. A diferencia de Mubarak, siempre logró caer simpático, especialmente en Europa, con sus excentricidades, sus tocados exóticos, sus poses lánguidas y su legendaria guardia pretoriana de mujeres impresionantes vestidas con traje de camuflaje. Con su astucia proverbial, supo ganarse la comprensión ajena complementando estos golpes de efecto con generosas donaciones y vertiginosos contratos, regados con petrodólares. Daba igual que se tratara de que su hijo acabase el doctorado en Inglaterra con buena nota o de dividir a los aliados, como cuando EEUU exigía a Francia una acción conjunta para que Gadafi desistiese de invadir el vecino Chad con el propósito de hacerse con sus ricos yacimientos de uranio.
Por el momento, el coronel no ha logrado resultados ni con la hipótesis de la trampa colonialista ni con la de la traición de un Osama ben Laden repartiendo droga entre la juventud para trastornar su raciocinio. Ni siquiera el Gobierno italiano, el que más se ha resistido a condenar la brutal estrategia de represión con que el coronel intenta resistir, ha dado verosimilitud a la presencia talibán entre los revolucionarios del este. Hubiese sido más digno para Berlusconi justificar su tibieza aireando el miedo a un hipotético nuevo régimen de ayatolás a las puertas de Italia que limitándose a decir que no quería "molestar" a Gadafi, que es lo que finalmente hizo. Su ministro de Exteriores, Frattini, ha aludido a la inseguridad de una Libia sin el líder revolucionario, pero en otro plano muy distinto y con bastante razón: el del riesgo a la somalización de un país de "naturaleza enigmática" y cuya desestabilización afectaría a los 4.000 millones de euros en juego en las relaciones italo-libias.
No le subestimemos
Paradójicamente, sólo los realistas de EEUU criticaron a Obama por instar al dictador libio al cese de la violencia y a la adopción de reformas democráticas. Pero el líder fraternal no debería enorgullecerse de haber logrado que se acuse al presidente de los EEUU de irresponsable ingenuidad e idealismo –eso sí, suponemos que izquierdista– por acudir en ayuda de un pueblo indefenso. La situación es tan insostenible, que ahora que desde Washington le piden claramente que se vaya, y que las divisiones empiezan a cundir entre estadounidenses y europeos sobre qué hacer con él, sus poderes de Guía de la Revolución podrían volver a brillar. No hay que subestimarle, ni a él ni a su capacidad de manipular sentimientos y emociones y crear divisiones. Por eso los portavoces de los rebeldes han pedido que las acciones que se pongan en marcha para frenar el baño de sangre excluyan una intervención militar que le legitime. La pregunta es si será posible.
Buena prueba de ello es que Gadafi sigue ganando tiempo, aprovechando el cable que le ha tendido Chávez con la propuesta de una mediación de la Unión Africana, ese organismo con una dirección en la que abundan dictadores solidarios con el coronel y que tiene entre sus recientes grandes logros el haber elegido como presidente de honor a su colega de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, uno de los sátrapas más atroces y corruptos de la escena internacional.
En conclusión: más sabe el diablo por viejo que por diablo, y Gadafi es ambas cosas. Hasta ahora ha utilizado todos los trucos dialécticos y diplomáticos para permanecer en el poder. Poder que no duda en ejercer despóticamente y haciendo un uso salvaje de la violencia. Entre una cosa y otra, hace no mucho parecía desahuciado, pero conviene no subestimarle. El oxígeno que le han dado Hugo Chávez y sus compañeros déspotas de la Unión Africana le permite ganar tiempo y esperar tanto las disensiones como el desgaste entre sus enemigos.
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