
En Irak hay 155.000 militares norteamericanos. También hay 8.000 británicos, 3.200 surcoreanos, 3.000 italianos, 1.400 polacos, 900 ucranianos, 450 australianos, 400 búlgaros, y contingentes más pequeños de Albania, Armenia, Azerbaiyán, Bosnia-Herzegovina, Dinamarca, El Salvador, Eslovaquia, Estonia, Georgia, Japón, Letonia, Lituania, Macedonia, Mongolia, Noruega, Países Bajos, República Checa y Rumania.
Serán los destinatarios de los emails, las donaciones y los regalos que les harán llegar los norteamericanos. Cualquiera puede hacerlo en las muchas páginas webs dedicadas a estos militares que se esfuerzan, y en más de un caso se juegan la vida, por erradicar el terrorismo que nos amenaza a todos y ha matado, sólo en Irak, entre 25 y 30.000 civiles, y crear las condiciones en las que los iraquíes puedan construir un régimen democrático.
Buena parte de los países europeos y prácticamente toda la izquierda se han empeñado en sabotear el proceso de democratización de Irak. Cuando dentro de unos años los historiadores intenten explicar lo ocurrido, tendrán serias dificultades para comprender por qué una parte tan importante de la opinión pública occidental defendió con tanto ahínco la supervivencia de un régimen de corte nazi y además se opuso, con todas las fuerzas a su alcance, a que los iraquíes pudieran vivir en un país democrático.

Eso indica, como ha escrito Lawrence F. Kaplan en The New Repubic, que han comprendido el peligro de quedar marginados. Saben que el proceso no tiene marcha atrás y que el país no volverá a ser de su propiedad, como lo fue con Sadam Husein. Hay todavía muchos obstáculos culturales y políticos para la implantación de una democracia plena, pero lo que arrancó hace un año parece cada vez más irreversible. Todo indica que Bush y su equipo tenían razón cuando antepusieron la celebración de elecciones a cualquier otra acción.
Se podía haber optado por una política de protectorado. En tal caso, los ocupantes habrían intentado imponer una autoridad o negociarla con las elites locales. Sólo más tarde, después de conseguido un cierto grado de consenso, se habría iniciado el camino a la democracia. No era una vía impensable, en un país tan profundamente dividido en lo étnico y lo religioso como Irak.
Que se haya elegido la democracia inmediata dice mucho sobre los objetivos que se propuso la Administración Bush y el papel que Estados Unidos quiere jugar. Ya no puede volver a la utopía de la república aislada y feliz, divorciada de los conflictos exteriores y sin compromisos en el resto del mundo. Era un sueño que hace años quisieron resucitar algunos derechistas norteamericanos y que ahora ha hecho suyo la izquierda, en particular casi todo el Partido Demócrata. Ahora bien, Estados Unidos tampoco aspira a convertirse en una potencia imperial, ni para ocupar territorios ni para imponer una forma de vida, ni siquiera para imponer un régimen político.
A los iraquíes, Estados Unidos les ha dado la ocasión de construir una democracia. Estaba por ver si la aprovechaban. Lo están haciendo. A partir de aquí los norteamericanos tendrán que seguir evitando las tentaciones de intervenir demasiado.

No habrá, por tanto, retirada, ni calendario para una derrota programada, ni motivos de celebración para aquellos a quienes les gustaría ver humillada la causa de la libertad. Sí habrá, en cambio, un paulatino trasvase de las responsabilidades militares y de orden público a los propios iraquíes, similar al que se ha ido dando en el terreno político, aunque más prolongado.
Así confiábamos en que ocurriría quienes nos alegramos –sí, nos alegramos– el día en que Estados Unidos, con el apoyo entonces de nuestro país, decidió liberar a Irak del monstruo de Sadam Husein.