
La Unión Europea se erige sobre una fantasía: que los hombres y las mujeres pueden trabajar cada vez menos, tener vacaciones cada vez más largas y jubilarse a una edad más temprana al tiempo que ven crecer sus ingresos, en términos reales, y su nivel de vida. Este milagro debe ser obra y gracia de una iluminada regulación burocrática de todos y cada uno de los aspectos de la vida.
La UE es un concepto francés, y en gran medida sigue siendo gestionada con ideas francesas. Y Francia es el país arquetípico de la Unión. Si usted tiene un trabajo fijo en el Hexágono, su vida es, en teoría, idílica: trabaja 35 horas a la semana; por lo general, tiene cuatro semanas de vacaciones en agosto y otras tres a lo largo del año, además de 11 festividades nacionales; y recibe una completa atención médica incluso durante la jubilación. La edad de retiro varía, pero ahora suele estar en los 55 años. Las pensiones pueden ascender a entre dos tercios y tres cuartas partes del salario percibido en el momento de acceder a la jubilación.
Todo esto es maravilloso, pero depende, incluso en teoría, de que la Unión Europea se expanda continuamente, de que su economía funcione a pleno rendimiento, de que su productividad se incremente sensiblemente y de que el mundo viva en una paz profunda, resguardado en un lujoso nido, mullido y bien tranquilo. Pero en la vida real las cosas son distintas.
La UE ha descubierto, desde el otoño de 2001, que tiene poca capacidad para determinar los acontecimientos porque sus fuerzas armadas son reducidas, carecen de recursos suficientes y están obsoletas y mal entrenadas. Aparte de provocar problemas en la ONU, Francia y Alemania –esos antiguos gigantes militares que una vez hicieron temblar al mundo– son meras comparsas. Francia, seguida de la aún más reticente Alemania, se ve obligada a tomarse en serio la Defensa por primera vez en muchos años, con lo que sus cálculos presupuestarios se han visto desbordados.

Y, otro duro golpe que cayó al mismo tiempo, el Gobierno francés descubrió que su plan de beneficios al desempleo para trabajadores a tiempo parcial de la industria del ocio, aunque generoso, no contaba con la financiación suficiente y estaba al borde del colapso. El Gobierno decidió súbitamente suspender los beneficios. A resultas de ello los trabajadores fueron a la huelga, y prácticamente todos los festivales culturales importantes, el orgullo de la industria turística francesa, hubieron de ser cancelados.
Todo esto son síntomas de una dolorosa enfermedad: una depresión, de alcance continental, nacida del descubrimiento de que la prosperidad de la UE es una casa construida sobre la arena. Mientras la economía americana remonta, la de la UE permanece estancada, rozando la recesión. La jornada semanal de 35 horas es espléndida... si uno tiene un empleo; pero ¿qué pasa con los millones de personas, y cada vez son más, que están fuera del mercado laboral y cuyos subsidios se ven amenazados ahora por recortes o por adelantos en el plazo de vencimiento? El paro, ya elevado, está creciendo en Francia y Alemania.
Hay planes para recortar la mano de obra en prácticamente todas las industrias. Los trabajadores han pasado a ser demasiado caros, especialmente en Francia y Alemania, donde los pagos a la Seguridad Social cuestan al empresario casi tanto como los salarios. En una tentativa desesperada por poner su economía en movimiento, Francia está determinada a recortar los impuestos, aunque esto elevará su déficit a unos niveles estrictamente prohibidos por las normas que rigen para la divisa común europea, el euro. París se arriesga, así, a que le sean impuestas enormes multas, o, más probablemente, a que se derrumbe la confianza en el euro.
La verdad es que la UE ha estado viviendo por encima de sus posibilidades, y las facturas le están llegando puntualmente.
Los pronósticos para la Europa continental son siniestros. El plan de mejora perpetua del que depende la UE se basa en la expansión económica contínua. No hay previsión para el estancamiento. Como vemos en Japón, el estancamiento, una vez entra en escena, puede durar muchos años. Los americanos deberían estar contentos, sobre todo por la suprema bendición de contar con una economía gestionada por empresarios, no por burócratas, o que –bajo una sabia gobernanza– se gestiona a sí misma.