La estratégica es bien simple de entender y explicar. Derrotados en Irak, los esfuerzos de los yihadistas en su guerra contra los occidentales se han concentrado en Afganistán, que se ha convertido, junto con Pakistán, en el auténtico frente central del yihadismo o terrorismo islámico. Es allí donde nos quieren plantar cara y donde aspiran a instaurar su peculiar y barbárico orden. Por tanto, una derrota de los aliados y de las fuerzas de la modernización afganas, o una salida precipitada y el abandono de Afganistán a su suerte, sería percibido por los islamistas como una victoria, como ya hizo Ben Laden con la salida de la URSS (1989).
La segunda razón para no abandonar Afganistán tiene que ver con la necesidad de expandir el campo democrático en el mundo, o al menos el de la tolerancia. Por dos motivos básicos: 1) porque es en libertad donde el ser humano, la persona, encuentra su máximo nivel de desarrollo, dignidad y respeto, y 2) porque sólo con el libre mercado son capaces las personas de aspirar al progreso. Es más, la democracia conlleva factores de moderación política, tanto en lo interno como en lo externo, que, se piensa, desembocan en un orden internacional más estable y pacífico. Luego más democracia en el mundo significa un mayor bienestar para las personas y menos proclividad al conflicto.
La tercera es una pura cuestión de solidaridad, pues los aliados lo son precisamente por eso, porque están dispuestos a ayudarse mutuamente. No es otra la esencia de cualquier alianza, máxime cuando es militar. Y la OTAN no está exenta de la necesidad de solidaridad, en lo bueno y en lo malo, entre sus miembros. No es lo que le da sentido, pero sin la debida solidaridad deja de tener sentido alguno.
El problema que Afganistán le plantea a España es que ni la ministra de Defensa ni el presidente del Gobierno creen en ninguna de estas tres razones, que explicarían por qué los militares españoles están en ese país jugándose el pellejo. Es cierto, como afirman muchos dirigentes políticos españoles, desde el PP a IU, que España está desplegando sus tropas en una zona de guerra, donde lo definitorio es el combate y no la ayuda humanitaria. Y aún es más cierto que el Gobierno de Rodríguez Zapatero ni quiere ni puede admitirlo.
No quiere porque todavía tiene bien fresco el "No a la guerra", que abanderó desde su pacifismo radical cuando la intervención en Irak. No quiere porque no le viene bien políticamente reconocer que se ha estado engañando todos estos años, hablando sin parar de ayuda humanitaria, reconstrucción y esas cosas sin querer ver que la seguridad en la zona se deterioraba por momentos, en buena parte gracias a posturas como la suya, permanentemente crítica con las operaciones de combate contra los talibán y que se ha traducido en un uso absolutamente cicatero de las tropas. Y no quiere porque no aguanta comprobar cómo su eslogan de "La guerra de Aznar" se transforma en "La guerra de Zapatero", una guerra tan mala como cualquier otra.
Pero es que, además, el Ejecutivo no puede admitir que España está en guerra –que es la verdad–, porque no cree que España tenga enemigo alguno. No sólo es, como dice la oposición, que España esté en una zona de guerra: España está en guerra porque el yihadismo nos la ha declarado, así como a todos nuestros aliados occidentales, empezando por los Estados Unidos. Es más: nosotros estamos en el punto de mira de los radicales islámicos porque para ellos somos tierra del Islam, somos el Al Ándalus perdido, cuya resurrección significará el renacimiento de la cultura islámica. Afganistán, en su particular teoría del dominó, no es sino una pieza más, una oportunidad para resarcirse de su impotencia en Irak, así como un trampolín para hacerse con Pakistán; y de ahí, ni se sabe...
Claro, que para ver la situación de esta manera uno tiene que creer que la guerra contra el terror existe, nos guste o no. Y que no depende de nosotros, sino de la voluntad de nuestros enemigos. No fueron los Estados Unidos quienes declararon la guerra a Bin Laden, sino éste a aquéllos. Y nada menos que allá por 1996. Y lo que está claro es que el Gobierno español actual, con Chacón y Zapatero a la cabeza, no cree en nada que se le parezca. Por eso cuando la mediática ministra de Defensa dice que nuestros soldados están en Afganistán garantizando la seguridad de nuestros hogares no es creíble. Nadie en su sano juicio estratégico puede encontrar en los talibán afganos una amenaza seria contra el territorio español. Salvo que los meta en un saco mayor, el de la yihad global. Entonces sí. Porque su victoria en suelo afgano puede inspirar y alimentar la ansias de otras victorias. Esta vez aquí.
Por otra parte, es difícil creer que Zapatero sostiene a los militares en Afganistán para promover los valores democráticos, cuando ese argumento no le sirvió en Irak ni le sirve en Iberoamérica, donde sus apuestas políticas van, precisamente, en la dirección opuesta, con su apoyo a los Castro, a Evo Morales, a Hugo Chávez...
En cuanto a la solidaridad con nuestros aliados, pocas clases puede dar este Gobierno, que en América sigue siendo recordado por la espantá de Irak, y en la OTAN por el anuncio unilateral –sin discusión previa ni preparación multilateral– de retirada de Kosovo. Decir que estamos junto a nuestros socios no deja de ser un acto de cinismo en boca de Rodríguez Zapatero, un presidente que no ha hecho más que arrojar chinitas al zapato de la OTAN en Afganistán, primero con sus restricciones al empleo de nuestros soldados, luego con sus críticas a las operaciones de combate americanas y británicas y, finalmente, oponiéndose a asumir determinadas misiones, como la lucha contra el narcotráfico. En los pasillos de la Alianza en Bruselas, cuando se habla del presidente español es para subrayar que en sus discursos ante el Consejo Atlántico nunca emplea la palabra "OTAN".
España está en Afganistán en la guerra de Chacón y Zapatero. Y al igual que sus ocurrencias en economía, educación, política exterior y asuntos sociales, su política de seguridad y defensa no deja de ser una chapuza sin sentido. De la misma forma que aquí juegan con todos los españoles, allí juegan con la vida de nuestros soldados. Ahora bien, la solución no pasa por una retirada más, como pide Izquierda Unida, sino por enderezar nuestra misión. Lo que pasa inexorablemente por incrementar el número de efectivos a fin de aumentar el nivel de seguridad del despliegue. Pero no sólo. Quedarse en eso no dará más sentido a la misión ni favorecerá una mayor compenetración con nuestros aliados, ni significará una mayor contribución al objetivo último, la derrota talibán. Clarificar lo que se quiere, definir lo posible, asegurar la eficacia y contar la verdad sobre todo ello es la obligación del Gobierno. Y eso es lo que habría que exigirle.
La segunda razón para no abandonar Afganistán tiene que ver con la necesidad de expandir el campo democrático en el mundo, o al menos el de la tolerancia. Por dos motivos básicos: 1) porque es en libertad donde el ser humano, la persona, encuentra su máximo nivel de desarrollo, dignidad y respeto, y 2) porque sólo con el libre mercado son capaces las personas de aspirar al progreso. Es más, la democracia conlleva factores de moderación política, tanto en lo interno como en lo externo, que, se piensa, desembocan en un orden internacional más estable y pacífico. Luego más democracia en el mundo significa un mayor bienestar para las personas y menos proclividad al conflicto.
La tercera es una pura cuestión de solidaridad, pues los aliados lo son precisamente por eso, porque están dispuestos a ayudarse mutuamente. No es otra la esencia de cualquier alianza, máxime cuando es militar. Y la OTAN no está exenta de la necesidad de solidaridad, en lo bueno y en lo malo, entre sus miembros. No es lo que le da sentido, pero sin la debida solidaridad deja de tener sentido alguno.
El problema que Afganistán le plantea a España es que ni la ministra de Defensa ni el presidente del Gobierno creen en ninguna de estas tres razones, que explicarían por qué los militares españoles están en ese país jugándose el pellejo. Es cierto, como afirman muchos dirigentes políticos españoles, desde el PP a IU, que España está desplegando sus tropas en una zona de guerra, donde lo definitorio es el combate y no la ayuda humanitaria. Y aún es más cierto que el Gobierno de Rodríguez Zapatero ni quiere ni puede admitirlo.
No quiere porque todavía tiene bien fresco el "No a la guerra", que abanderó desde su pacifismo radical cuando la intervención en Irak. No quiere porque no le viene bien políticamente reconocer que se ha estado engañando todos estos años, hablando sin parar de ayuda humanitaria, reconstrucción y esas cosas sin querer ver que la seguridad en la zona se deterioraba por momentos, en buena parte gracias a posturas como la suya, permanentemente crítica con las operaciones de combate contra los talibán y que se ha traducido en un uso absolutamente cicatero de las tropas. Y no quiere porque no aguanta comprobar cómo su eslogan de "La guerra de Aznar" se transforma en "La guerra de Zapatero", una guerra tan mala como cualquier otra.
Pero es que, además, el Ejecutivo no puede admitir que España está en guerra –que es la verdad–, porque no cree que España tenga enemigo alguno. No sólo es, como dice la oposición, que España esté en una zona de guerra: España está en guerra porque el yihadismo nos la ha declarado, así como a todos nuestros aliados occidentales, empezando por los Estados Unidos. Es más: nosotros estamos en el punto de mira de los radicales islámicos porque para ellos somos tierra del Islam, somos el Al Ándalus perdido, cuya resurrección significará el renacimiento de la cultura islámica. Afganistán, en su particular teoría del dominó, no es sino una pieza más, una oportunidad para resarcirse de su impotencia en Irak, así como un trampolín para hacerse con Pakistán; y de ahí, ni se sabe...
Claro, que para ver la situación de esta manera uno tiene que creer que la guerra contra el terror existe, nos guste o no. Y que no depende de nosotros, sino de la voluntad de nuestros enemigos. No fueron los Estados Unidos quienes declararon la guerra a Bin Laden, sino éste a aquéllos. Y nada menos que allá por 1996. Y lo que está claro es que el Gobierno español actual, con Chacón y Zapatero a la cabeza, no cree en nada que se le parezca. Por eso cuando la mediática ministra de Defensa dice que nuestros soldados están en Afganistán garantizando la seguridad de nuestros hogares no es creíble. Nadie en su sano juicio estratégico puede encontrar en los talibán afganos una amenaza seria contra el territorio español. Salvo que los meta en un saco mayor, el de la yihad global. Entonces sí. Porque su victoria en suelo afgano puede inspirar y alimentar la ansias de otras victorias. Esta vez aquí.
Por otra parte, es difícil creer que Zapatero sostiene a los militares en Afganistán para promover los valores democráticos, cuando ese argumento no le sirvió en Irak ni le sirve en Iberoamérica, donde sus apuestas políticas van, precisamente, en la dirección opuesta, con su apoyo a los Castro, a Evo Morales, a Hugo Chávez...
En cuanto a la solidaridad con nuestros aliados, pocas clases puede dar este Gobierno, que en América sigue siendo recordado por la espantá de Irak, y en la OTAN por el anuncio unilateral –sin discusión previa ni preparación multilateral– de retirada de Kosovo. Decir que estamos junto a nuestros socios no deja de ser un acto de cinismo en boca de Rodríguez Zapatero, un presidente que no ha hecho más que arrojar chinitas al zapato de la OTAN en Afganistán, primero con sus restricciones al empleo de nuestros soldados, luego con sus críticas a las operaciones de combate americanas y británicas y, finalmente, oponiéndose a asumir determinadas misiones, como la lucha contra el narcotráfico. En los pasillos de la Alianza en Bruselas, cuando se habla del presidente español es para subrayar que en sus discursos ante el Consejo Atlántico nunca emplea la palabra "OTAN".
España está en Afganistán en la guerra de Chacón y Zapatero. Y al igual que sus ocurrencias en economía, educación, política exterior y asuntos sociales, su política de seguridad y defensa no deja de ser una chapuza sin sentido. De la misma forma que aquí juegan con todos los españoles, allí juegan con la vida de nuestros soldados. Ahora bien, la solución no pasa por una retirada más, como pide Izquierda Unida, sino por enderezar nuestra misión. Lo que pasa inexorablemente por incrementar el número de efectivos a fin de aumentar el nivel de seguridad del despliegue. Pero no sólo. Quedarse en eso no dará más sentido a la misión ni favorecerá una mayor compenetración con nuestros aliados, ni significará una mayor contribución al objetivo último, la derrota talibán. Clarificar lo que se quiere, definir lo posible, asegurar la eficacia y contar la verdad sobre todo ello es la obligación del Gobierno. Y eso es lo que habría que exigirle.