Como en otras fases de la historia, ha irrumpido el tándem franco-alemán. Como casi siempre: apostando por ese ente, cada vez más lejano, que es Europa. Dicho con otras palabras: la cesión de competencias a Bruselas ha sido presentada ante la opinión pública como la solución a todos los problemas.
Nada nuevo, por tanto. En 2003 se creó una Constitución Europea tan artificial como remota, que recibió el no, precisamente, del electorado francés (y también del holandés). Posteriormente llegó el Tratado de Lisboa, una versión light de aquélla.
En esos años el Partido Conservador británico estaba en la oposición, por lo que poco pudo hacer para influir en la UE. Eso sí, nunca engañó a nadie y siempre se opuso a los megalómanos planes de los Chirac, Schroeder o Giscard D'Estaing. En paralelo, el gobierno de Blair jugó al gato y al ratón: no se oponía a la Constitución Europea, pero tampoco la ratificaba. Habló de convocar un referendo, pero nunca lo hizo. Practicó una suerte de euroescepticismo disfrazado que en casa le dio buenos resultados, pero que le granjeó críticas entre sus socios comunitarios. En el Reino Unido, sólo los liberaldemócratas eran partidarios de la Constitución Europea. Tampoco era una postura que sorprendiera, puesto que históricamente habían sido la fuerza política más eurófila de las Islas.
Ahora los tories están en el gobierno, tienen como socios de coalición a los liberales y los laboristas se hallan en la oposición, buscando perfilar un mensaje y un discurso con el que volver al número 10 de Downing Street; de ahí que acusen demagógicamente de acusar al Partido Conservador de aislar al país, sumándose a una corriente de opinión tan mayoritaria como ingenua. ¿Alguien en su sano juicio piensa que a partir de ahora el punto de vista tory va a ser ninguneado sistemáticamente? Dicho con otras palabras, existe un buen número de escenarios en los que la presencia del Reino Unido es fundamental y que trascienden el proyecto eurófilo que comparten los actuales dirigentes de Francia y Alemania.
La historia recientísima lo ha demostrado: Siria y Libia han exigido de la presencia británica, y en ambos escenarios ha estado Londres, aunque sin exhibir tanto glamour como París. En Irán, el principismo del Partido Conservador, la política de no cesión frente al liberticida Ahmadineyad ha dado como resultado el asalto de la embajada británica. La conclusión es clara: hay vida, es decir, retos y desafíos, más allá de la UE.
Consecuentemente, afirmar que el desplante de Cameron ha unido al resto de Estados miembros parece una exageración alejada de la realidad, además de que no hará cambiar de opinión al primer ministro. Más bien al contrario: sus declaraciones posteriores han ido en la línea de defender la posición adoptada, aunque sin llegar a los límites del sector más euroescéptico de su formación.
En definitiva, Cameron no ha engañado a nadie, y mucho menos a sus socios en el ejecutivo. Una de las cláusulas más importantes del acuerdo de gobierno era la que decía que en esta legislatura el Reino Unido no sólo no se incorporaría al euro, sino que ni siquiera se convocaría un referendo al respecto. De un modo más particular, en el pacto se decía que cualquier nueva transferencia de competencias a Bruselas debería ser autorizada por el pueblo a través de una consulta. Las afirmaciones de Nick Clegg en las que dice sentirse decepcionado están fuera de lugar.