Es posible que el tono desafiante responda más al espectáculo político que a la realidad, pero, aparte de la actitud defensiva de quien antaño se consideró dueño del campo de batalla, lo que es indudable es la gigantesca movilización que cada uno de ellos ha emprendido. El nombramiento de un cargo como este no es, como en España –y en general en Europa–, un asunto que se juegue sólo entre bambalinas, para los interesados, los iniciados, y sólo al final, cuando ya esté todo dicho y hecho, ante una opinión pública pasiva y contenta de serlo.
El Tribunal Supremo es una institución sorprendentemente abierta para quien está acostumbrado a los usos europeos. Las sesiones son públicas. Basta con presentarse con suficiente antelación para asistir a las discusiones orales, donde los litigantes van desarrollando su argumentación ante el Tribunal, que hace todas las preguntas que crea convenientes, y el público. Por otra parte, quien se considere afectado o crea tener argumentos relevantes remite al Tribunal lo que se llama un "amicus brief", informe en el que argumenta una posición determinada ante el caso que se está juzgando.
Las decisiones se toman luego a puerta cerrada, pero una parte amplia de la opinión pública considera la actuación del Supremo un asunto propio. No es de extrañar, por tanto, que la elección de un nuevo miembro del mismo comporte un auténtico intento de movilizar a la opinión pública, como si de unas elecciones se tratara.
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El argumento para esta movilización es idéntico de un lado y de otro: se está preparando una auténtica revolución cultural a partir de la toma del poder judicial por los liberalconservadores. Estos, por su parte, se consideran mal representados, incluso traicionados, por este Tribunal Supremo. Para los más conservadores, ya se debería haber anulado o cambiado Roe vs. Wade, la sentencia que legalizó el aborto. El Tribunal debería haberse mostrado más firme en defensa de los símbolos nacionales: por ejemplo, debería sido menos tolerante con los ataques a los mismos, en particular a la bandera, amparados según el Tribunal por el derecho a la libertad de expresión. La legislación sobre la familia y las cuestiones relativas a la homosexualidad deberían ser devueltas a quienes tienen competencias naturales sobre ellas, es decir, a los estados federales.
Los más liberales –y en particular los lobbies empresariales– tampoco están del todo satisfechos con la actuación de este tribunal. Reconocen que podía haber sido mucho peor, pero casos como la reciente sentencia que establece la primacía del interés público (en un sentido mucho más amplio que el que regía hasta ahora) sobre la propiedad privada no les ha sentado muy bien.
Aun así, el balance de la actuación del Supremo que William Rehnquist lleva presidiendo desde 1980 es inequívoco. Cuando Rehnquist accedió a él, en 1972, estaba en clara minoría, incluso resultaba un poco exótico. Sus argumentos a favor de las prerrogativas legislativas de los estados federales frente al Gobierno central parecían resucitar el fantasma de la segregación. Su defensa de una mayor flexibilidad en las relaciones entre el Estado y las organizaciones religiosas iban a contrapelo de una época de subversión y contracultura. La posición de Rehnquist tenía el perfume inequívoco de otros tiempos, como una reliquia de una época definitivamente acabada.
Treinta años después, la tendencia es muy distinta. Los argumentos a favor de la autonomía de los estados han vuelto a formar parte del debate habitual. La radical separación entre religión y Estado se ha diluido, como lo demuestra una sentencia de 2002 que permite a las escuelas religiosas participar en los programas de cheques (vouchers) educativos. El Tribunal Supremo ha defendido los derechos de propiedad frente a los grupos ecologistas y a la intervención de los poderes públicos, y se han adoptado decisiones de precaución frente a lecturas militantes de las leyes de derechos civiles, en particular en cuanto a cuotas y acción afirmativa, así como en lo que se refiere al nuevo diseño de los distritos electorales para favorecer a candidatos de minorías.
Los conservadores piensan que no se ha ido lo bastante lejos, pero en la era Rehnquist la tendencia que prevalecía hace treinta años ha variado sustancialmente. De ahí la posición a la defensiva de los progresistas, triunfantes por entonces.
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Cuando le preguntaban por qué jueces iba a elegir, Bush siempre explicó que llegado el momento nombrará, como ha hecho hasta ahora con los jueces de las cortes federales, a personas prestigiosas, de mérito reconocido y, ante todo, que se atengan a la letra de la ley. Implícitamente, estaba repitiendo una distinción que ha pasado a formar parte del lenguaje común del liberalconservadurismo norteamericano. Por un lado están los jueces activistas, que anteponen su agenda política y su programa de reformas sociales al texto de la ley y se creen legitimados para adoptar decisiones que la ley, de por sí, no contempla. Por otro lado están los jueces que se atienen a su función de interpretar la ley y no pretenden sustituir al legislador. Es éste el único que tiene capacidad para decidir la norma, respaldado por la opinión pública y por la mayoría democrática.
Según los liberalconservadores, los jueces activistas han sido la punta de lanza del progresismo durante buena parte del siglo XX. A modo de ejemplo citan la tendencia, iniciada en los años 60, a liquidar cualquier referencia religiosa en el espacio público. También suelen referirse, como es natural, a la sentencia de Roe vs. Wade. En el primer asunto, la tendencia laicista se ha apoyado en una supuesta separación entre la religión y el Estado que, arguyen los conservadores, no aparece por ningún sitio en la Constitución norteamericana. En la segunda, el Tribunal recurrió a un supuesto derecho a la intimidad –o a la privacidad, como se dice ahora trasladando directamente el término inglés privacy– que tampoco aparece en la Constitución. En resumidas cuentas, los jueces activistas se amparan en una interpretación subjetiva de la Constitución y de la ley que al final puede justificar cualquier posición, cualquier norma.
Los progresistas han contestado con dos argumentos. En los buenos tiempos, cuando el progresismo tenía buena conciencia y el apoyo de todos los medios de comunicación, se llegó a afirmar que la Constitución tenía que ser entendida como un organismo vivo, de infinita adaptabilidad a circunstancias que los padres fundadores de la nación norteamericana, también redactores de la Constitución, no podían siquiera soñar. La Constitución venía a ser, en realidad, lo que el Tribunal Supremo decidía en cada momento. Incluso se llegó a decir que la Constitución, además de no estar muy bien escrita, era más que nada un símbolo, la Mona Lisa o la Torre Eiffel americana, una especie de adorno floral que permitía las interpretaciones más innovadoras y estupendas.
Cuando la ofensiva liberalconservadora empezó a cobrar fuerza, los progresistas tuvieron que volver a argumentaciones un poco más serias. En otras palabras: la Constitución sustenta los principios democráticos, concede un papel relevante al Gobierno central en la solución de los problemas nacionales y ampara ampliamente (aunque no sin límites) los derechos y las libertades civiles. La interpretación progresista de la Constitución no es un capricho, sino una visión basada una lectura cuidadosa del texto, hecha a la luz de la historia, la experiencia y los precedentes. Así argumenta Edward Lazarus, un jurista progresista para el que los suyos, si quieren volver a tomar la iniciativa, deberían dejar atrás de una vez por todas la actitud y los argumentos en que sustentaron su acción judicial, y muy en particular el –siempre se vuelve al mismo asunto– Roe vs. Wade.
En realidad, esta argumentación está respondiendo a la que los progresistas han despreciado durante mucho tiempo como "conservadora", cuando no directamente reaccionaria, pero que se ha ido imponiendo poco a poco.
Es lo que se llama "originalismo". Consiste, sencillamente, en lo que Bush llama decisiones jurídicas respetuosas con el texto de la ley, y no sujetas al capricho de interpretaciones subjetivas o programas políticos. Uno de los grandes representantes de esta tendencia ha sido precisamente Rehnquist, que es uno de los principales protagonistas del nuevo conservadurismo americano.
William Hubbs Rehnquist fue criticado en su tiempo con extraordinaria dureza por ser un reaccionario, incluso un personaje arcaico. Resistió y pronto se empezó a imponer su estatura de auténtico constitucionalista. Para Rehnquist, la Constitución norteamericana no es una simple lista de requisitos legales, y menos aún un simple símbolo o, como se dice ahora, un icono. Encarna una visión política emanada directamente del pueblo (el famoso "Nosotros, el Pueblo…" con que se inicia el texto) y que expresa las intenciones de éste en un cuerpo doctrinal consistente. Ha sido la Constitución la que ha garantizado la supervivencia de la nación norteamericana en sus dos siglos de vida.
Como comentó otro jurista, Walter Berns, para Rehnquist no cabe pedir a la Constitución que se adapte a los tiempos que corren, sino al revés. A salvo siempre de una posible enmienda constitucional, prevista en la propia Constitución, los tiempos que corren deben atenerse a la Constitución, que es la única fuente de legitimidad y la única base sólida sobre la que elaborar la legislación.
Si las opiniones o los juicios morales de la época o del momento determinaran las sentencias de los jueces, no haría falta Constitución escrita, razona Rehnquist. Y si el pueblo norteamericano se dotó de una Constitución escrita es porque quería que sus deseos, en cuanto a la organización política de la nación, fueran respetados.
La labor de los jueces, y muy particularmente de los que integran el Tribunal Constitucional, es por tanto esforzarse por intentar comprender lo que los redactores de la Constitución quisieron decir. Es un trabajo permanente e inacabable de exégesis, interpretación, contraste de documentos históricos y, a veces, imaginación. El texto no siempre es claro, y puede ser muy difícil, casi imposible, determinar con exactitud el alcance del texto constitucional.
Aun así, Rehnquist, tan sofisticado en muchos de sus argumentos, se mantiene firme en algo que dicta el sentido común: que las palabras tienen un sentido objetivo que es posible entender, explicar y transmitir, y que si no fuera así, si las palabras de que está hecha la Constitución no tuvieran un significado objetivo, "la idea misma de una república constitucional" sería, en palabras de Shakespeare, "un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de rabia, y sin sentido alguno".
Eso es lo que se propuso Rehnquist al llegar al Tribunal Constitucional. En el fondo de la discrepancia se encuentra probablemente un debate muy profundo sobre el experimento norteamericano y su naturaleza, progresista o liberal o conservadora. Las posiciones en el campo "originalista" no son homogéneas, además. Hay quien da una importancia casi exclusiva al texto en sí (Clarence Thomas, por ejemplo) y quien considera que no se puede dejar de tener en cuenta la jurisprudencia elaborada a lo largo de dos siglos.
Rehnquist ha hecho su trabajo con discreción y cortesía –se ha ganado la reputación de hombre dialogante y siempre abierto a la discusión–, modernizando el Tribunal Supremo –abriéndolo aún más al público gracias a internet–, pero firme en sus principios. De hecho, ha marcado los parámetros del nuevo debate constitucional. Muchos progresistas siguen afirmando que una visión estrictamente "objetivista" de la Constitución es literalmente imposible. Por ejemplo, ¿cómo se compatibiliza la Carta de Derechos con la existencia de la esclavitud?
Todo esto es cierto, aunque la fuerza del argumento de fondo de Rehnquist ha acabado por inclinar el equilibrio del poder dentro del Tribunal Supremo y variar el marco del debate jurídico e ideológico. Pero algo bien distinto es que, como ya he dicho, el nombramiento de John Roberts por parte de Bush vaya a producir la revolución que los más conservadores esperaban.
John Roberts es un discípulo de Rehnquist, un conservador sin duda alguna, pero no un activista ni un ideólogo. Conoce bien la empresa privada. Ha hecho una carrera muy brillante, centrada sin duda en el objetivo de llegar a ser miembro del Tribunal Supremo. Es difícil que un hombre con este temperamento desencadene la tempestad política que acarrearía la anulación de Roe vs. Wade.
Bush ha cambiado el equilibrio del Tribunal hacia la derecha buscando el consenso. Es el comportamiento que tuvo como gobernador de Texas y es lo que ha hecho siempre que ha podido. Los críticos de Bush desde la derecha, que son numerosos, volverán a sentirse defraudados por un presidente que no responde a lo que el conservadurismo tradicional espera de él.