En Washington "libre comercio" significa ahora proteger con aranceles, cuotas y vetos sobre las importaciones a determinados grupos, como agricultores y sindicatos, así como a quienes contribuyen con grandes sumas de dinero a las campañas electorales de los partidos Demócrata y Republicano.
Comerciar significa comprar y vender los mejores productos posibles a precios que generen la mejor combinación entre volumen y utilidades. Lamentablemente, para Washington el intercambio comercial es secundario frente a la imposición a otros países tanto de determinadas normas laborales, según los deseos de los sindicatos estadounidenses, como de unos parámetros medioambientales que a menudo se basan en la propaganda de los verdes.
Ni a los políticos ni a los funcionarios les preocupa el que la imposición de tan absurdas trabas al intercambio comercial nos obligue a todos a pagar más por lo que compramos, ni que derive en que tengamos acceso a una menor variedad (tanto en calidad como en cantidad) de bienes y servicios.
Esos mismos políticos y funcionarios nos repiten incansablemente lo mucho que les preocupan el hambre, las enfermedades y la pobreza en los países en desarrollo, mientras que por debajo de la mesa hacen todo lo necesario para que la gente de esos países no logre exportar a Estados Unidos productos y servicios que puedan amenazar los intereses de ciertos grupos empresariales y de unos sindicatos políticamente poderosos.
Claro que los latinoamericanos preferirían trabajar con las reglas, horarios, condiciones y tecnologías que predominan en este país, y que todos sus hijos fuesen a la escuela y a la universidad, en lugar de trabajar desde temprana edad. Pero la realidad histórica es que las condiciones imperantes en Estados Unidos se deben a que la economía creció aceleradamente y se logró acumular suficiente capital como para disparar la productividad de los obreros, lo cual hizo posible el aumento de los salarios y los demás beneficios de que hoy disfrutan los trabajadores norteamericanos.
Hace 100 años no existía en este país un Estado benefactor, regulador y controlador que impidiera a los jovencitos recoger la cosecha en la granja familiar en vez de acudir a clase; tampoco existían poderosos sindicatos que obligaran a Henry Ford a pagar 75 dólares la hora y formidables jubilaciones a los obreros que ensamblaban el Ford T.
Debido al creciente proteccionismo y dirigismo de Estados Unidos, la apertura comercial se ha reducido a pequeños y exageradamente complicados acuerdos binacionales, en los que prevalece la defensa de los intereses de unas minorías y se da la espalda a principios fundamentales del libre comercio.
Los políticos utilizan cualquier excusa. En una carta enviada recientemente a Susan Schwab, la funcionaria encargada del comercio exterior, el congresista demócrata Charles Rangel, presidente del comité más importante de la Cámara de Representantes, el de Medios y Arbitrios, expresó lo problemático que resulta firmar un acuerdo comercial con Colombia si el Gobierno de este país no da en combatir más efectivamente la criminalidad.
¿Qué tienen que ver los secuestros de las FARC y los delitos de los paramilitares con que los norteamericanos puedan adquirir libremente los productos colombianos que quieran? ¿Qué pensaría el congresista Rangel si el Gobierno colombiano le preguntara por qué sigue habiendo tantos crímenes en los barrios negros y latinos de Washington, Nueva York, Chicago y Detroit? ¿Acaso sería ésa una razón válida para que América Latina recortase sus importaciones procedentes de Estados Unidos?
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