Hace unos días Luis Racionero expresaba en El Imparcial su confianza en que Pekín consintiera que el Dalai Lama, quien hace más de dos décadas renunció a la independencia de su país, gobernase un Tíbet autónomo "hasta que la maduración de la democracia en China [permita] llegar a acuerdos beneficiosos para ambos países sin necesidad de que el gigante aplaste al pequeño". El escritor deseaba que el Tíbet se desarrollase como lo ha hecho Andorra y que sus habitantes alcanzasen la prosperidad económica. Por su parte, Sir Malcolm Rifkind, secretario de Asuntos Exteriores británico entre 1995 y 1997, ha defendido en The Times una solución optimista y "disponible" basada en el capitalismo y en la relativa libertad de que disfrutan en Hong Kong y Macao, un arreglo que, según él, China estaría encantada de ofrecer a los taiwaneses.
El político británico considera que la concesión de la autonomía y la creación de un Gobierno presidido por el Dalai Lama no serían cosas demasiado difíciles de aceptar para China, cuya política de emigración masiva a la región ha sido un fracaso. Por desgracia, Rifkind olvida hechos tales como las matanzas, la destrucción del patrimonio artístico y cultural del Tíbet y la pena de muerte por hablar la lengua tibetana o poseer imágenes del Dalai Lama. Su artículo termina con una apelación al diálogo a cambio de que el líder tibetano renuncie a la independencia de su país y a la violencia, como si no lo hubiera hecho antes (recientemente llegó a amenazar con dimitir si el Tibetan Youth Congress no cambiaba de táctica), y el deseo de que "una oferta seria de reforma política y cultural" conlleve "una oportunidad única para que la nueva China sea bienvenida y ocupe el lugar que le corresponde en el panorama de las naciones".
He aquí unos análisis hechos desde la buena fe y el sincero respeto por el pueblo tibetano, aunque también desde la más profunda ignorancia de la labor realizada por el Dalai Lama, algo que China conoce bien y que teme más que un año sin monzones.
En primer lugar, una de las tareas más importantes llevadas a cabo por el Gobierno tibetano en el exilio ha sido la paulatina democratización de sus prácticas y estructuras. Así, en 1963 la Administración de Dharamsala promulgó una Constitución que, entre otras, cosas prevé la destitución del Dalai Lama, quien siempre se ha mostrado contrario a la conversión de su país en un parque temático para el disfrute de las minorías contraculturales de Occidente. Por otro lado, en los años 60 se creó una Asamblea Nacional Tibetana cuyos miembros son elegidos en la actualidad por sufragio universal entre todos los exiliados, cuya tasa de alfabetización es superior al 80%. Este Parlamento elige a su vez al Gobierno y posee iniciativa en materia legislativa. En 1992 el Dalai Lama renunció a desempeñar un papel político en el futuro Gobierno del Tíbet, y en 2000 propuso cambios en la Constitución para que el primer ministro fuera elegido directamente por el pueblo.
En 1973 el Dalai Lama realizó su primera visita a Occidente, y en 1987 afirmó en el Congreso de los Estados Unidos que el pueblo tibetano debe "ejercer sus libertades democráticas básicas". En efecto, una de las constantes de su discurso es su convicción de que, gracias al exilio, muchos tibetanos han conocido la democracia y los derechos individuales ("Vivir fuera del Tíbet me ha proporcionado una perspectiva inestimable, la de saber que nuestro anterior sistema político estaba anticuado y mal equipado para afrontar los desafíos del mundo contemporáneo") y de que el acerbo político y cultural de Occidente, economía de mercado incluida, contiene una serie de valores que trascienden las diferencias culturales:
Algunos líderes asiáticos afirman que la democracia y las libertades a ella asociadas son productos exclusivos de la civilización occidental. Arguyen que los valores asiáticos son, si no diametralmente opuestos a la democracia, sí al menos significativamente diferentes (...) El reconocimiento y respeto de los derechos humanos básicos, la libertad de expresión, la igualdad de todos los seres humanos y el Estado de Derecho no son simples aspiraciones, sino las condiciones necesarias de una sociedad civilizada.
Pensar que China va a admitir con facilidad que un hombre que expresa su admiración por intelectuales como Karl Popper, Amartya Sen y el mismísimo Robert Nozick, que aplaudió la caída de la Unión Soviética (y agradeció el papel desempeñado por Estados Unidos y Europa en ella) y que afirma cosas como ésta: "Cuanto más aprendan los tibetanos sobre su potencial individual y su capacidad para desempeñar un papel en su propio gobierno, tanto más fuerte devendrá nuestra sociedad"; pensar que China va a permitirle ocupar la jefatura de un Gobierno tibetano autónomo pertenece al mundo de los sueños.
Nadie pone una bomba de relojería en su propia casa. Sólo los incautos pueden llegar a creer que Pekín estaría dispuesto a destituir al heredero alternativo del Dalai Lama (el Partido Comunista creó una organización budista propia, igual que hay una jerarquía católica china) y a restituir a Tenzin Gyatso para permitirle difundir su mensaje por toda China. Es por esto que las negociaciones, si las hay, serán largas y difíciles, justo lo contrario de lo que creen los ingenuos, y que el retorno de Gyatso y su libertad de expresión y movimiento deben ser condiciones sine qua non en cualquier acuerdo aceptable para los Gobiernos occidentales, más allá de la apertura de un centro comercial y un par de fábricas.
No es la acumulación de capital y el consumo masivo lo que preocupa a los comunistas chinos, sino la afirmación de la autonomía individual frente a un Estado omnipotente. Eso es lo que representan el Dalai Lama y los suyos. Las llaves de China no se hallan en Hong Kong, sino en Dharamsala.
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