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IBEROAMÉRICA

El tercermundismo en los tribunales

En España ocurre algo mucho más grave que la intensa crisis económica: la creciente politización del poder judicial. En el viejo reino se hace justicia progresista o justicia conservadora. La pudorosa señora de la venda y la balanza equilibrada ha dado paso a dos verduleras que se insultan groseramente.


	En España ocurre algo mucho más grave que la intensa crisis económica: la creciente politización del poder judicial. En el viejo reino se hace justicia progresista o justicia conservadora. La pudorosa señora de la venda y la balanza equilibrada ha dado paso a dos verduleras que se insultan groseramente.

En España, el Tribunal Supremo y el Constitucional andan a la greña. Hay jueces y magistrados empeñados en ser reformadores sociales y en conquistar la simpatía de uno u otro bando. El poder judicial español, lamentablemente, va adquiriendo los rasgos y el comportamiento de un país del Tercer Mundo. Es vergonzoso.

Por ahora, no obstante, no se ha llegado al desastre de casi toda América Latina. En ese continente, donde el poder ejecutivo suele colocar a sus peones en los tribunales para hacer lo que le dé la gana, ocurren cosas peores. Los narcos imponen su voluntad a punta de pistola o de dólares. Abundan los jueces que venden las sentencias. En países como Guatemala o México, los poderosos casi nunca son condenados; en los de ALBA, los persiguen... por ser o haber sido, precisamente, poderosos. En Bolivia, Evo Morales incluso ha afirmado, públicamente, que la función de los abogados a su servicio es retorcer las leyes para acomodar cualquier violación de las reglas que a él se le ocurra llevar a cabo.

En Colombia, el coronel Alfonso Plaza, que en 1985 fue declarado héroe nacional por el gobierno de Belisario Betancur por liberar a cientos de rehenes y retomar el Palacio de Justicia de manos de las guerrillas procomunistas –que habían recibido dos millones de dólares de Pablo Escobar para crear una conmoción social que impidiera la firma de un tratado de extradición entre su país y Estados Unidos–, dos décadas más tarde, sin pruebas fehacientes y con testimonios fabricados por enemigos ideológicos, resultó condenado a treinta años por "uso excesivo de la fuerza".

En Venezuela, la víctima más escandalosa de la falsa justicia es el ingeniero Alejandro Peña Esclusa, a quien los jueces hicieron pagar su activismo internacional antichavista fabricándole una causa ridícula por confabulación para cometer actos terroristas, plantándole explosivos nada menos que bajo la cuna de su hija, coartada represiva en la que nadie cree, pero que le sirve al gobierno de Caracas para lograr su propósito de sacarlo de la circulación y tratar de intimidar al resto de la oposición.

No hay nadie más ingenuo y temerario que el político que cree que le conviene controlar al poder judicial para perseguir a sus enemigos y legitimar sus trampas. Cuando cambian las tornas y los adversarios de antaño ocupan la casa de gobierno, lo primero que hacen es tomar la dirección del sistema de justicia y utilizarlo para vengar viejos agravios y perseguir a sus verdugos. Esa es la triste historia de países como Ecuador y Nicaragua desde hace mucho tiempo, lo que explica, en parte, la crónica crisis de gobernabilidad que padecen.

La democracia liberal –que es el modelo socioeconómico de los países más prósperos del planeta– no puede funcionar sin un poder judicial adecuado. Mientras en América Latina no haya una justicia imparcial, razonablemente rápida, de calidad y alejada de las manipulaciones de los políticos, siempre estaremos moviéndonos en la frontera de la catástrofe social y la inestabilidad institucional, atmósfera perfecta para fomentar la pobreza y el subdesarrollo.

Un buen poder judicial comienza en las universidades, con grandes juristas y abogados notables convencidos de que desempeñan un papel clave para la supervivencia de la democracia. Son necesarios, además, jueces probos y competentes, bien remunerados y respetados, capaces de aplicar con justicia las leyes que aprueba el parlamento. Todo eso cuesta mucho dinero, tiempo y esfuerzo, pero no hay manera de eludirlo. Repetimos, una y otra vez, que nuestro modelo de convivencia está basado en el respeto al Estado de Derecho, pero no acabamos de entender que sin un buen poder judicial todo es inútil.

 

© Firmas Press

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