El más conocido es el que protagonizó Clinton con la becaria Monica Lewinsky. Entonces el Partido Demócrata, los progresistas y muchas feministas, entre ellas la propia esposa del presidente, decidieron dar por buena la conducta del mandatario. Y eso que entonces sí hubo relaciones sexuales, con pruebas bien tangibles y recordadas por todos, además de que Clinton mintió descaradamente acerca de lo ocurrido.
Pero Clinton era demócrata y las feministas, de pronto, redescubrieron la ancestral sabiduría según la cual los hombres seguirán siendo lo que siempre han sido, en particular cuando caen del lado progresista. Así que se acabó el embrollo y no hubo nada.
Unos años antes, en 1983, un congresista demócrata llamado Gerry Studds fue acusado de haber intentado seducir a varios becarios de la Cámara de Representantes. Studds se permitió incluso llevarse de viaje a Portugal a uno de ellos, de 17 años. Cuando se descubrió el asunto, Studds puso el grito en el cielo. Se estaba violando su intimidad, y las relaciones consentidas que él mantenía con otros adultos (se refería a los becarios del Congreso) sólo eran asunto suyo y de los afectados. La Cámara de Representantes condenó su actuación por 420 votos contra tres, pero Studds fue reelegido por sus votantes del estado de Nueva York (distrito de Martha's Vineyard, uno de los más ricos, ultrachic y radicalmente progresistas de todo el país) en otras cinco ocasiones.
En 1992 Robert Packwood, congresista por Oregón, se vio acusado de abusos sexuales, esta vez realizados sobre mujeres. Packwood trató de defenderse contraatacando, pero las evidencias de su lamentable conducta eran abrumadoras, incluido un diario, y tuvo que dimitir. Packwood no era ni demócrata ni gay. Dos serios inconvenientes.
Se va entendiendo la doble vara de medir. El cuidado con que la prensa trató al presidente Kennedy y su desquiciada vida sexual lo confirma, como lo confirma el que en la década de los 50 se recurriera a la homosexualidad de uno de los ayudantes de McCarthy para desprestigiar al anticomunista.
El caso es que la doble vara de medir ha vuelto a funcionar en el caso Mark Foley, el ex congresista de Florida, bien conocido por los mensajes, muy subidos de tono, que intercambiaba con algunos miembros (masculinos) del programa de becarios del Congreso.
Vaya por delante que la conducta de Foley es detestable. Resulta inadmisible que un hombre en una posición de poder como la que disfruta un congresista tenga la menor relación sexual, aunque sea virtual –por llamarla de alguna manera–, con una persona situada en una posición jerárquica inferior. Más aún siendo un representante de la nación, lo que en principio le obliga a una mayor exigencia ética. La indecencia de Mark Foley es, por tanto, por lo menos para mí, indudable y punible.
Ahora bien, resulta que Foley, a diferencia de Studds y de Clinton, y por lo que se sabe hasta ahora, no mantuvo relaciones sexuales reales con los becarios. En cuanto se supo el asunto, Foley dimitió, mientras que los otros dos se empeñaron en seguir en el cargo y lo consiguieron.
La diferencia no consiste, por tanto, en la intrínseca perversidad de los hechos, un poco menor –si se quiere hilar muy fino– en el caso de Foley. La verdadera diferencia consiste en que, a la vista de la actitud de Foley, se puede concluir que la exigencia ética de su electorado es mayor que la del electorado de Clinton y Studds.
Hay, entre los progresistas, quien se ha sentido incómodo ante esta constatación y ha tratado de escabullirse aduciendo que el problema consiste en que Foley –cuya homosexualidad era conocida en los círculos políticos– no se había declarado gay públicamente. La vida privada de Foley contradice, según esto, la orientación supuestamente antigay del Partido Republicano. En otras palabras, Mark Foley sería víctima de la hipocresía de su propio partido.
Ann Coulter ha traducido este argumento con un sarcasmo. Resultaría, según Coulter, que Foley era "un demócrata que no había salido del armario". Es decir, que si hubiera sido demócrata, Foley sería ahora un héroe martirizado por una derecha evidentemente homófoba. Los progresistas, como es bien sabido, sólo admiten la homosexualidad cuando es de izquierdas.
Sarcasmos aparte, la realidad es que hay políticos republicanos gays, grupos gays de derechas, y que la clave del asunto no está sólo en la conducta de Foley, sino en la diferencia de la respuesta por parte de los propios partidos y, sobre todo, de quienes los apoyan. Los progresistas dirán que los republicanos son unos hipócritas, pero la gente de derechas, liberal o conservadora, aducirá que en el partido que los representa no se admiten conductas como la de Foley, sean gays o heterosexuales.
De ahí viene la segunda línea de ataque, que consiste en trasladar el escándalo de la conducta de Foley a la de Dennis Hastert, el presidente de la Cámara de Representantes. Se dice que Hastert conocía los hechos y no los sacó a la luz pública. Hastert, con muchos enemigos en Washington, ha negado que él estuviera al tanto de nada. Así habrá que creerlo hasta que se demuestre lo contrario. Pero incluso suponiendo que lo supieran otros republicanos y no hubieran dicho nada, no habrían hecho otra cosa que lo que hicieron los progresistas con Clinton y Studds.