Si el señor Funes se decanta por la primera opción, que es la de la sensatez, probablemente acabará rompiendo con el FMLN, que le proporcionó la franquicia política comunista que le permitió ganar las elecciones. Si elige la senda chavista, sin duda se ganará el aplauso de la izquierda lunática y numerosas portadas de revistas, pero empobrecerá aún más a sus compatriotas, los colocará al borde del conflicto armado y echará por tierra todo lo que El Salvador ha hecho razonablemente bien a lo largo de los últimos veinte años, las dos mejores décadas, por cierto, de su atormentada historia como nación independiente.
Pero el dilema de Funes no es menor que el de sus adversarios. Los dirigentes areneros, molestos tras haber perdido las elecciones por apenas un dos por ciento de los votos después de veinte años consecutivos de gobierno, sabedores de que la mitad más poderosa y mejor educada del país los respalda, incluidas las fuerzas armadas, pueden sentir la tentación de hacer una oposición dura y sin cuartel hasta hacer ingobernable el país y así tratar de evitar que se entronice en El Salvador otro régimen autocrático y antioccidental de signo colectivista como los que preconiza la casa matriz bolivariana.
No obstante, los militantes de Arena y el vasto sector empresarial que apoya a ese partido político también pueden hacer lo contrario: acercarse al presidente Funes y proponerle un acuerdo serio para mejorar la imperfecta calidad de la democracia salvadoreña, erradicando la corrupción, introduciendo elementos de transparencia en la administración pública e invirtiendo una buena cantidad de recursos en crear empresas de alto valor agregado que generen empleos bien remunerados, a cambio de que se mantengan en pie las instituciones republicanas y se garanticen los derechos humanos y el respeto a la constitución vigente.
Si el sentido común prevaleciera en el terreno político, lo prudente, en esta etapa, sería tender lealmente la mano a Funes hasta conseguir averiguar si se trata de un reformador bienintencionado consagrado a corregir muchos de los males que afligen al país o, por el contrario, si estamos ante otro ignorante revoltoso, superviviente ideológico de la Guerra Fría, enquistado en la mentalidad de los años ochenta del siglo pasado, incapaz de aprender de la experiencia ajena y dispuesto a repetir otra vez el cruel disparate de la construcción del socialismo, como si los cien millones de muertos que costaron los experimentos marxistas del siglo XX no sirvieran de nada.
De triunfar la prudencia, ¿se sentiría traicionada esa mayoría de salvadoreños que, aunque fuera por un estrecho margen, votó por Funes y el FMLN? No lo creo. La inmensa mayoría de esos electores apostó por un cambio que le trajera mejores condiciones de vida materiales, y no por ciertas confusas abstracciones teóricas o por un determinado modelo de Estado. Lo que desean, como todos los pueblos, es más oportunidades de trabajo y una sociedad más justa, y no enterrar tres generaciones en el esfuerzo inútil de hacer la revolución, tarea que ya sabemos que conduce al matadero, al calabozo o a la indigencia.
¿Qué va a suceder? Pronto lo sabremos. Posiblemente, en los primeros cien días del gobierno de Funes. Cualquiera de los dos caminos que tome tendrá que comenzar rápidamente a transitarlo.
Pero el dilema de Funes no es menor que el de sus adversarios. Los dirigentes areneros, molestos tras haber perdido las elecciones por apenas un dos por ciento de los votos después de veinte años consecutivos de gobierno, sabedores de que la mitad más poderosa y mejor educada del país los respalda, incluidas las fuerzas armadas, pueden sentir la tentación de hacer una oposición dura y sin cuartel hasta hacer ingobernable el país y así tratar de evitar que se entronice en El Salvador otro régimen autocrático y antioccidental de signo colectivista como los que preconiza la casa matriz bolivariana.
No obstante, los militantes de Arena y el vasto sector empresarial que apoya a ese partido político también pueden hacer lo contrario: acercarse al presidente Funes y proponerle un acuerdo serio para mejorar la imperfecta calidad de la democracia salvadoreña, erradicando la corrupción, introduciendo elementos de transparencia en la administración pública e invirtiendo una buena cantidad de recursos en crear empresas de alto valor agregado que generen empleos bien remunerados, a cambio de que se mantengan en pie las instituciones republicanas y se garanticen los derechos humanos y el respeto a la constitución vigente.
Si el sentido común prevaleciera en el terreno político, lo prudente, en esta etapa, sería tender lealmente la mano a Funes hasta conseguir averiguar si se trata de un reformador bienintencionado consagrado a corregir muchos de los males que afligen al país o, por el contrario, si estamos ante otro ignorante revoltoso, superviviente ideológico de la Guerra Fría, enquistado en la mentalidad de los años ochenta del siglo pasado, incapaz de aprender de la experiencia ajena y dispuesto a repetir otra vez el cruel disparate de la construcción del socialismo, como si los cien millones de muertos que costaron los experimentos marxistas del siglo XX no sirvieran de nada.
De triunfar la prudencia, ¿se sentiría traicionada esa mayoría de salvadoreños que, aunque fuera por un estrecho margen, votó por Funes y el FMLN? No lo creo. La inmensa mayoría de esos electores apostó por un cambio que le trajera mejores condiciones de vida materiales, y no por ciertas confusas abstracciones teóricas o por un determinado modelo de Estado. Lo que desean, como todos los pueblos, es más oportunidades de trabajo y una sociedad más justa, y no enterrar tres generaciones en el esfuerzo inútil de hacer la revolución, tarea que ya sabemos que conduce al matadero, al calabozo o a la indigencia.
¿Qué va a suceder? Pronto lo sabremos. Posiblemente, en los primeros cien días del gobierno de Funes. Cualquiera de los dos caminos que tome tendrá que comenzar rápidamente a transitarlo.