La estructura del Uruguay está cimentada en un férreo estatismo. Una burocracia anquilosada, pero con gran fuerza electoral, hace prácticamente imposible cualquier cambio que conduzca al desarrollo. En su lugar, con gran decisión mantienen el statu quo desde hace cincuenta años.
En la década de los años 50 el Gobierno finalizó exitosamente la tarea emprendida a principios del siglo de nacionalizar o estatizar todos los servicios públicos. El número de funcionarios estatales pasó de 50.000 a 150.000. Asimismo, a través de regulaciones se aseguró la influencia directriz de los políticos, hasta en los más mínimos detalles del quehacer económico nacional.
Desde entonces, el sindicato de los estatales y el gremio de los bancarios han demostrado con hechos concretos que ellos representan el verdadero "poder" en el país. A lo largo de varias décadas, estos grupos de presión han obtenido múltiples concesiones y privilegios a costa del resto de la población.
Por lo tanto, el verdadero cambio que Uruguay necesita imperiosamente para poder convertirse en una nación próspera y productiva es cortar las gruesas amarras con que el Estado burocrático nos mantiene maniatados. Pero ese no parece ser ese el rumbo elegido por las actuales autoridades. Proclamando que no son imparciales, sino que están del lado de los más "débiles", parece que el régimen decidió darle todo el poder a los sóviets.
Con el advenimiento del Frente Amplio se ha dado una vuelta más a la tuerca que oprime a los simples ciudadanos. Una de sus primeras medidas fue derogar un decreto que permitía a los empresarios solicitar ayuda policial para desalojar fábricas y locales ocupados ilegalmente por medidas sindicales. Desde entonces, las ocupaciones se han multiplicado, tomando un cariz cada vez más alarmante. Además, a partir de la derogación mencionada, una "ocupación" puede prolongarse un mes o más, provocando cuantiosos perjuicios económicos, ante la absoluta indiferencia gubernamental.
El siguiente caso es ilustrativo de lo que está ocurriendo. Un grupo de trabajadores sindicalizados ocupó una curtiembre un lunes de febrero. Preocupado ante la eventualidad de sufrir daños irreparables, el dueño de la empresa, familiares suyos y empleados no agremiados saltaron el martes el portón de la fábrica y se enfrentaron con palos, hierros y piedras a los ocupantes, logrando desalojarlos.
Los ex ocupantes luego acamparon frente a la empresa. Poco a poco, el lugar se fue llenando de dirigentes sindicales de otras compañías. El miércoles la presión aumentó, y se hizo necesario reforzar la presencia policial en el lugar. Había mucho descontrol y gente ebria que quería ingresar por la fuerza.
Un dirigente sindical comunicó a la policía que tenía "45 minutos" para "retirar" al dueño de la empresa, porque de lo contrario ingresarían por la fuerza los 300 obreros que habían permanecido allí la noche entera. Así, y sin que el juez actuante interviniera, la policía decidió convencer al industrial de que lo mejor era abandonar su fábrica. Móviles policiales, un camión y una camioneta particular transportaron al dueño, a sus familiares y a los trabajadores que lo habían acompañado en la "reconquista" de la empresa. Muchos de ellos, al salir, como si fueran delincuentes, cubrían sus rostros con sus camisas.
Los vehículos tuvieron que pasar a través de un "cordón humano", recibiendo salivazos, insultos y amenazas. Los manifestantes patearon los móviles policiales, rompiendo vidrios. Luego los sindicalistas alzaron los brazos en señal de triunfo, y gritando desaforados corrieron hacia el interior de la fábrica para volverla a ocupar.
En declaraciones a la prensa, un líder metalúrgico sostuvo que si el dueño de la curtiembre "abandona" la empresa, los trabajadores buscarán estrategias para "reanudar el proceso productivo" de la firma bajo control sindical.
Si éste es el cambio prometido, pobre Uruguay.
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