Según el American Community Survey, de la Oficina del Censo, las diez ciudades más pobres del país son Detroit, con el 33% de sus habitantes por debajo del umbral de pobreza, Buffalo (30%), Cincinnati (28%), Cleveland (27%), Miami (27%), Saint Louis (27%), El Paso (26%), Milwaukee (26%), Philadelphia (25%) y Newark (24%). Todas ellas han tenido durante décadas administraciones demócratas y supuestamente progresistas. Algunas –como Detroit, Buffalo, Newark o Philadelphia– llevan más de medio siglo sin elegir un alcalde republicano. Algunas, en fin, han sido gobernadas durante décadas por alcaldes negros.
Conste que no estoy estableciendo una relación causal entre pobreza y control político demócrata o negro. Lo que estoy diciendo es que, si uno quiere adoptar una estrategia para ayudar a la gente pobre, en su lista de objetivos no debe figurar el dejar las ciudades en manos de políticos demócratas y negros. Según Albert Einstein, la insensatez consiste en hacer siempre lo mismo pero esperar que alguna vez los resultados sean diferentes.
La delincuencia es uno de los frutos de la ejecutoria progresista. Los negros son el 13% de la población del país... y más del 50% de las víctimas de asesinato. Alrededor del 95% de las víctimas negras de asesinato tienen por asesino a un negro. La misma pauta se repite en los demás delitos graves.
En la década de los años 60 del siglo pasado los académicos progres y los políticos más vehementes nos decían que para abordar debidamente el problema de la delincuencia había que ir a la raíz: la pobreza y la discriminación. Mi colega Thomas Sowell ha señalado que en 1960 el número de homicidios era inferior al registrado en 1950, 1940 y 1930, a pesar de que la población había aumentado y la Unión contaba con dos estados más. La agenda progre, junto con unos tribunales dedicados a conceder nuevos derechos a los criminales, llevó a que se duplicara la tasa de homicidios y a que se dispararan las de otros delitos violentos.
La delincuencia es una pesadísima carga para los ciudadanos respetuosos con la ley que residen en barriadas negras. Tienen que comprar fuera del barrio, entre otras razones porque los delincuentes han hecho que muchos comercios cierren; el valor de sus viviendas se deprecia constantemente; a veces no pueden siquiera pedir una pizza a domicilio: muchas empresas se niegan a servirles. En esas zonas, los niños no pueden jugar en la calle con un mínimo de seguridad, y por lo mismo los taxistas –incluidos los negros– se niegan a prestar servicio en ellas.
Los políticos que abogan por que imperen la ley y el orden con frecuencia son mal vistos, pero lo cierto es que son los pobres, especialmente los de raza negra, los que más precisan que imperen la ley y el orden. A la hora de hacer frente a un alto nivel de delincuencia, los ricos pueden recurrir a sistemas de alarma y a servicios de seguridad privada; incluso, si la cosa se pone muy fea, pueden optar por cambiar de domicilio. Los pobres no pueden permitirse nada de esto. Su única protección es vivir en una sociedad donde imperen la ley y el orden.
Los políticos demócratas y negros están al servicio de grupos de interés como los sindicatos, no de la gente normal y corriente que va y les vota. Si verdaderamente dependieran de sus votantes, no tolerarían que hubiera barrios asediados por la criminalidad y con pésimas escuelas públicas.
Con esto no quiero decir que los negros deban votar a los republicanos, sino simplemente que el poder político no necesariamente se traduce en una mejora de las condiciones de vida de la ciudadanía.