Nada más formar su Gobierno de coalición, la canciller alemana, Angela Merkel, declaró que uno de sus objetivos era sacar la Constitución del punto muerto en que se encontraba. Hace poco, el presidente Zapatero convocó en Madrid una reunión de representantes de los países que habían refrendado el proyecto para continuar por el camino de una integración cada vez más profunda de Estados y ciudadanos europeos. El presidente de la Comisión, José Manuel Durao Barroso, anda preocupado por que, según dice, ésta no puede funcionar sobre la base de los tratados existentes, aunque en realidad es la ponderosa de siempre, por darle un nombre antiguo y televisivo.
Los checos y los polacos ponen cara de no, y los británicos callan pero no otorgan. Ahora, los dos candidatos principales a la Presidencia de Francia lanzan ideas contradictorias: la hermosa Ségolène habla de confeccionar un texto más "social", que sirva para resistir los efectos de la globalización; el napoleónico Sarkozy preferiría un "minitratado" que se pudiera presentar al Parlamento francés, evitando otro referéndum. Todo son, pues, movimientos espásticos en los miembros del monstruo ensamblado bajo la inspiración del doctor Giscard d'Estaing.
Tanto desacuerdo no casa bien con el deseo expresado por una nación tras otra de formar parte de la UE; especialmente, por aquéllas que pertenecieron al antiguo imperio soviético y se encuentran demasiado cerca de Rusia o de los fundamentalistas islámicos para dormir tranquilas. Algo bueno habrá en esta unión para que tenga tanto atractivo.
Quizá sería aconsejable seguir el camino trazado en el momento de la fundación del Mercado Común, es decir, en el Tratado de Roma, y profundizar en las cuatro libertades de movimiento –mercancías, personas, capitales y servicios–, aún tan lejos de realizarse del todo. El buscar más complicaciones puede acabar incluso con la salida o expulsión de algún miembro importante. ¿Quedaríamos los europeos más demócratas y liberales muy tranquilos si el Reino Unido acabase marchándose? ¿Una Europa sin "la madre de los Parlamentos"? ¿Nuestro mercado único sin los inventores del libre comercio?
Las ventajas de la UE nacen sobre todo de la colaboración espontánea entre individuos, gracias al creciente grado de libertad de comercio que se registra en el interior de la zona. Tal libertad fomenta la competencia, que es una forma de cooperación social conducente a una mayor riqueza. En efecto, el aumento de la extensión del mercado a disposición de consumidores y productores hace crecer el bienestar personal y la eficiencia productiva. También es positiva la colaboración en otros campos, especialmente los de justicia y seguridad. Aunque la defensa militar no está unificada, otros tratados –como la OTAN– ofrecen a los miembros una tranquilidad especialmente apreciada en el Este de la UE.
Sin embargo, son muchos los euroentusiastas insatisfechos con la organización europea, tan desordenada, indefinida y burocratizada. Por eso se propuso una "Constitución" que aclarase las líneas de responsabilidad y centralizase las decisiones, para que la UE se fuera pareciendo cada vez más a unos Estados Unidos de Europa. El intento consistió en imponer una nueva organización uniforme para todos los Estados, pero no se reparó en que las diferencias y resistencias locales hacían poco probable una aprobación unánime. Es de elogiar que se buscara la unanimidad para lo que era una reforma constitucional, aunque fuera para reducir drásticamente en el futuro el terreno acotado a la unanimidad.
Visto el fracaso del referéndum, la idea más extendida ahora entre los euroentusiastas es la de establecer un círculo más íntimo, con las naciones que estén dispuestas a fundirse en abrazos más estrechos, y un círculo exterior, más desintegrado, con las demás. Parece difícil que se lleve a cabo, entre otras cosas porque las naciones del círculo íntimo no estarían dispuestas a que las otras se dieran a la competencia en materia de impuestos, tuvieran leyes laborales menos rígidas y sistemas educativos propios.
El problema estriba en que la UE sufre tensiones internas derivadas de la mayor o menor inclinación al mercado libre y del mayor o menor disgusto ante la centralización administrativa. Tales tensiones no afectan a las naciones en bloque, sino variadamente, según las actividades de que se trate. Los Estados que no forman parte de los acuerdos de Schengen no coinciden con los que prefieren más libertad laboral; los que tienen impuestos más bajos a lo mejor están empeñados en defender su neutralidad. En vista de ello, creo que convendría que los europeos exploráramos la vía de la variedad institucional, en el marco de una mayor competencia económica y fiscal.
Hay tanto que hacer para completar el diseño original del Tratado de Roma que parece innecesario imponer una Constitución centralizadora a todos los Estados, sean cuales sean las preferencias de sus ciudadanos. Si un Estado quiere aceptar los servicios originados en otro sobre la base de la ley del país de origen, ¿por qué esperar a que lo hagan todos a la vez? Sería tan absurdo como prohibir que una compañía española como Ferrovial gestionara los aeropuertos de Londres mientras los extranjeros no pudieran comprar AENA, la gestora pública de los nuestros.
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