¿Cabe imaginar a algún otro actor norteamericano del drama de la guerra de Irak, desde Harry Reid hasta los miembros del Estado Mayor, incurriendo en tal lapsus? ¿Hay alguien que conozca Irak como lo conoce Petraeus; alguien que, como él, lo sienta en toda su gravedad y complejidad?
Cuando se le preguntó sobre el dominio de las milicias chiíes en el sur de Irak, Petraeus dio paciente cuenta de la situación en las cuatro provincias, mostrando un grado de conocimiento de los jugadores locales, el terreno y el equilibrio de poderes que nadie en Washington –y sólo unos pocos en Irak– podría igualar.
En un momento dado, Biden pensó que se había anotado un tanto al revelar la existencia de contradicciones entre el informe de Petraeus sobre la violencia en Irak y el menos favorable emitido por la Government Accontabilty Office. Sin embargo, el general precisó, con todo el aplomo, que la GAO tuvo que suspender su recogida de datos cinco semanas antes para poder presentar a tiempo su informe ante el Congreso. Y como esas últimas cinco semanas habían sido particularmente favorables para la coalición, los datos de la GAO no sólo estaban desfasados, sino que eran engañosos.
A pesar de todos los intentos de los demócratas y el movimiento pacifista por desacreditarle, Petraeus ganó con facilidad la batalla del Congreso. Tras demostrar que su estrategia contraterrorista había cosechado réditos importantes, concluyó: "Creo que tenemos una oportunidad realista de alcanzar nuestros objetivos en Irak".
El pueblo americano no abomina de la guerra. Abomina de la derrota. Lo cual quiere decir que abomina igualmente de navegar a la deriva. Y a la deriva navegamos durante buena parte de 2006, ese annus horribilis que arrancó con la destrucción de la Mezquita Dorada de Samarra por parte de Abú Musab al Zarqaui. Hasta que, en 2007, adoptamos una nueva estrategia en la lucha contra la insurgencia (el famoso "aumento de tropas") y el curso de la guerra experimentó un profundo cambio.
Estábamos perdiendo tanto en Irak como en casa. En el frente nacional, Petraeus se empleó a fondo para desinflar el globo de la retirada, que parecía iba a alcanzar un volumen descomunal este mismo verano. Para ello, hubo de demostrar que se estaban logrando avances irrefutables sobre el terreno y proponer pequeñas retiradas inmediatas, seguidas de la total liquidación del "aumento" allá por el próximo verano. Esas retiradas deberían bastar para ganarse a los temblorosos senadores republicanos y, quizá aún más importante, a los barandas del Pentágono.
Las guerras ya no las libran los jefazos de despacho, sino los mandos que están al pie del cañón, sobre el terreno. Los mandos como Petraeus. La labor de los jefazos consiste en erigir ejércitos, en reclutar, entrenar, equipar, dirigir. La de Petraeus, en emplear esos ejércitos para ganar guerras. Los jefazos están bastante y razonablemente preocupados por la enorme tensión a que están sometidas sus fuerzas en todo el mundo como consecuencia del ritmo de las operaciones que tienen lugar en Irak. Por ello, las recomendaciones de Petraeus sobre las retiradas han evitado una revuelta de los generales.
Los logros de Petraeus no son cosa de prestidigitación. Si no hubiera conseguido un progreso real y demostrado sobre el terreno, un progreso del que han dado cuenta numerosos observadores independientes, incluso algún demócrata progre, su comparecencia en el Congreso no habría influido en nadie. Su testimonio, firme y franco, le ha brindado el tiempo que precisa para alcanzar esa "oportunidad realista" de éxito.
No hablamos del Irak democrático y unido que deseábamos el día en que echamos abajo la estatua de Sadam en Bagdad, sino de un Irak radicalmente descentralizado, con la suficiente autonomía y autosuficiencia regionales como para que pueda darse una coexistencia tolerable entre fuerzas encontradas. Se trata de un objetivo a largo plazo, y aún resulta bastante problemático. No obstante, y si nos adentramos en los parámetros del corto plazo, tenemos una oportunidad realista de obtener otro éxito que, aunque en el contexto iraquí es de segundo orden, en el global es de primerísima categoría: la derrota de Al Qaeda en Irak.
Tras ser expulsada de un país, Afganistán, al que había emponzoñado, Al Qaeda aprovechó la inestabilidad que siguió a la caída de Sadam para establecerse en el corazón mismo del Oriente Próximo árabe, el Irak sunní. Pero ahora, y a la vista de todo el mundo, los sunníes de Irak están vomitando a Al Qaeda, por utilizar una expresión bíblica. Para la red terrorista, se trata de una derrota y una humillación extremas: una población árabe y musulmana le está plantando cara hasta tal punto que ha dado en aliarse con los infieles, los extranjeros, los ocupantes.
El mero hecho de librar con éxito tal batalla, y con independencia de su efecto general en la estabilización de Irak, ya sería suficiente para justificar la estrategia del aumento de tropas. La revuelta del Irak sunní contra Al Qaeda es un hito en la guerra contra el terror. Así las cosas, hay que permitir a Petraeus que siga adelante con su plan.