Carter ha ido tan lejos como para afirmar ante los líderes de otros estados miembros –entre los que se cuentan baluartes de los DDHH como Cuba, Egipto o Pakistán– que Estados Unidos no debe salirse con la suya en el nuevo Consejo de Derechos Humanos. Dejando de lado si ha interferido inadecuadamente, como ciudadano particular, en cuestiones de política exterior reservadas a los representantes autorizados del Gobierno de EEUU, Carter ha vuelto a poner de manifiesto la errónea mentalidad que guió su manejo de la política exterior cuando era presidente.
La Comisión de Derechos Humanos de la ONU ha estado tomada durante mucho tiempo por unos países que abusan en serie de los DDHH, cuyas atroces conductas deben ser condenadas. Después de todo, no hay requisitos para acceder a la Comisión –o a la propia ONU–. El resultado ha sido un mundo de Alicia en el País de las Maravillas en el que dictaduras con asiento, ahora o en el pasado, en la Comisión, como China, Libia, Cuba, Sudán o Zimbabue, no han recibido más que un tirón de orejas por su bárbaro comportamiento, al tiempo que lograban concentrar los recursos de la ONU en ataques virulentos contra auténticas democracias como Estados Unidos o Israel.
Hasta Kofi Annan se hartó por fin de esta enorme afrenta al ya muy maltrecho crédito de Naciones Unidas. A comienzos de 2005 recomendaba que se estableciese una nueva organización de DDHH con protocolos que vedaran eficazmente la pertenencia a la misma a quienes violasen los DDHH. El propósito era proteger el papel de la ONU en la materia de aquellos que se habían aficionado a emplear el sistema a su favor. Sin embargo, tras muchos meses de negociaciones, lo que ha salido de la cadena de fabricación de borradores de resoluciones de la ONU no es mejor que lo que hay ahora.
Como era de esperar, Annan está dispuesto a quedarse con lo que sea. "Creo que no deberíamos dejar que lo mejor sea enemigo de lo bueno", declaraba a los periodistas el pasado 27 de febrero, al tiempo que defendía los compromisos que rebajaban la protección frente a una nueva toma del control por parte de los acechantes bárbaros.
Afortunadamente, nuestro embajador en la ONU, John Bolton, no es tan fácil de persuadir. Sabe que el mal es enemigo del bien, y que bajo los compromisos propuestos el mal se perpetuaría, porque muchas de las medidas de protección necesarias para garantizar una organización de DDHH viable han sido eliminadas o rebajadas. En consecuencia, EEUU quiere reabrir las negociaciones, con la esperanza de revisar el texto, o hacer que la Asamblea General posponga una decisión sobre el Consejo durante varios meses, de modo que este asunto pueda considerarse conjuntamente con la aprobación final del presupuesto bienal de la ONU.
Esto no es un ejercicio de distracción, como han sugerido algunos de los defensores del nuevo Consejo. Cualquier país –sin importar lo malo que sea su historial de DDHH– sería apto para acceder al nuevo Consejo. Carter, Annan y diversos grupos de activistas de DDHH, como Amnistía Internacional, están absolutamente entusiasmados con que, por primera vez en la historia de los DDHH de la ONU, el historial en la materia de un país sea "tenido en cuenta" a la hora de que la Asamblea General elija los miembros del Consejo.
¿Tenido en cuenta? Eso es como decir que deberías tener en cuenta, pero no considerarlo absolutamente concluyente, el historial penitenciario de un pederasta en serie a la hora de decidir si lo contratas como canguro de tus hijos.
Cualquier país con un historial de abusos sistemáticos y graves de los DDHH debería ser descalificado automáticamente, y las pruebas de cualquier abuso nuevo o prolongado por parte de cualquier país que acceda al Consejo deberían servir para su remoción automática. No es probable que eso ocurra mientras la propuesta que está sobre la mesa pida apenas una mayoría de la Asamblea General para elegir a un Estado como miembro del Consejo, al tiempo que se necesita el voto de dos tercios de la Asamblea para hacer que un país sea desalojado del mismo. Debería imperar el procedimiento de votación exactamente opuesto: aprobación de dos tercios para acceder y mayoría para remover.
Como explicaba Mark Lagon (asistente en funciones del Secretario de Estado norteamericano en materia de organizaciones internacionales), EEUU no está dispuesto a conformarse con algo que es, simplemente, "un cambio de nombre y programa". Estados Unidos quiere "garantizar que los procedimientos para elegir a los miembros y descartar a los regímenes más sanguinarios estén establecidos de tal modo que pasemos página a la historia de la Comisión de Derechos Humanos, que ha hecho mucho bien, pero que ha perdido todo el crédito al convertirse en una entidad no de bomberos, sino de pirómanos".
Por si los diluidos procedimientos de votación para el Consejo de Derechos Humanos no fueran lo bastante malos, su composición antidemocrática es incluso peor. El principio rector es lo que sus arquitectos llaman distribución geográfica equitativa. El resultado será repartir los 47 asientos del Consejo como sigue:
– 13 para África (con posibles candidatos como Sudán, Zimbabue, Ruanda, Uganda y otros destacados violadores de los DDHH que han sido miembros de la presente Comisión);
– 13 para Asia y Oriente Medio (con posibles candidatos como el campeón de las violaciones a los DDHH, China, y dictaduras de Oriente Medio, como Arabia Saudí, Irán o Siria, que han sido miembros de la actual Comisión);
– 8 para Latinoamérica (que alberga los regímenes socialistas de Cuba y Venezuela);
– 6 para Europa del Este; y
– 7 para la agrupación conformada por Europa Occidental y lo que la ONU denomina "Grupo de los Restantes", que incluye a Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda.
En otras palabras, la agrupación de países con menos representación en el nuevo Consejo (15%) resulta también la mayor colección de auténticas democracias. Los países incluidos en las categorías de África, Asia y Oriente Medio dispondrían del 55% de los escaños del Consejo, aunque sólo un 21% de ellos fueron calificados como "libres" por Freedom House en 2005.
Como en Rebelión en la granja, la novela de George Orwell, donde "todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros", las verdaderas democracias son consideradas en cierto sentido de un rango inferior en esa institución disfuncional en que se ha convertido la ONU. Las autocracias que violan en serie los DDHH continuarán dominando el nuevo Consejo de Derechos Humanos, igual que han dominado la desacreditada Comisión a la que se supone va a reemplazar.
Sudán, sometido a sanciones del Consejo de Seguridad por sus enormes violaciones de los DDHH, es miembro de la actual Comisión, y podría salir reelegido fácilmente para pertenecer al nuevo Consejo. Mientras tanto, con la implacable oposición del poderoso bloque islámico, Israel no ha sido miembro de la Comisión desde 1970. Según estadísticas recogidas para el año 2005 por la organización Eye on the UN, Israel fue objeto por parte de la ONU de más acciones negativas en materia de DDHH (como resoluciones críticas de la Asamblea General) que ningún otro país; ¡ha recibido un 50% más que Sudán, y más de seis veces el número de las dirigidas contra Irán!
No es probable que esa parcialidad cambie bajo el nuevo régimen, porque los antiguos jugadores continuarán llevando la batuta.
Kofi Annan y el presidente de la Asamblea General, que reunió la propuesta de compromiso, el sueco Jan Eliasson, han presionado para que ésta sea aprobada de inmediato por la Asamblea. Se han resistido a los llamamientos de Estados Unidos a reabrir el debate, aunque la fecha límite del 10 de marzo para buscar la aprobación de la Asamblea fue pospuesta, al menos, una semana. Bolton admite que persuadir a otros países de que la propuesta actual es muy deficiente será una ardua batalla.
Con el fin de aplacar a EEUU y ganar su apoyo, algunos países han ofrecido a Washington garantías de que votarían para mantener a los estados ofensores lejos del Consejo de Derechos Humanos. Pero Bolton quiere tratar el problema arreglando directamente el texto de la resolución por la que se establece el Consejo, y acierta al presionar. Este reempaquetado grotesco es peor que no hacer reforma alguna.
La ONU utiliza la etiqueta "derechos humanos" para justificar prácticamente toda ingeniería social, así como la redistribución de la riqueza global que ésta comporta. Mientras tanto, la Asamblea General ha sido incapaz, hasta la fecha, de alcanzar un consenso acerca de la definición de "terrorismo".
El nuevo Consejo pule la imagen de la ONU en materia de DDHH sin hacer cambios sustanciales. De ese modo, cuando el próximo informe patrocinado por la ONU que condene a Israel o a EEUU sea difundido, bajo los auspicios del Consejo "reformado", tendrá, presuntamente, más peso a los ojos del mundo que si lo fuese por la desacreditada Comisión de Derechos Humanos.
Al mismo tiempo, la Organización de la Conferencia Islámica (OIS) está decidida a utilizar el nuevo Consejo para introducir insidiosamente los valores morales de la sharia en el Derecho Internacional. Según el 'Programa de Acción Decenal para Tratar los Desafíos que Afronta la Umma Islámica en el siglo XXI' de la OIS, aprobado en diciembre de 2005, los jefes de Estado musulmanes "se esforzarán concertadamente para hacer que Naciones Unidas apruebe una resolución internacional sobre la islamofobia, y pedirán a todos los estados que implanten leyes que incluyan los castigos disuasorios".
En otras palabras, intentan criminalizar el insulto al Islam y que eso forme parte del Derecho Internacional; es una amenaza directa a los valores democráticos de libertad de expresión, libertad de prensa y libertad religiosa. Su poder en la Asamblea General y en el nuevo Consejo les daría una enorme ventaja de partida, así como la capacidad de evitar la asunción de responsabilidades por los actos criminales de terrorismo perpetrados en nombre del Islam.
Se supone que el Consejo también hace un seguimiento de los compromisos que supuestamente salen de la multitud de conferencias y cumbres globales patrocinadas Naciones Unidas. Pagadas con el presupuesto de la ONU, al que los norteamericanos contribuimos con el 22% (mientras que China, por ejemplo, contribuye sólo con el 2%), de estas conferencias y cumbres no elegidas democráticamente y no transparentes suelen salir pronunciamientos de altos vuelos que establecen en la práctica nuevas "normas internacionales" obligatorias, "derechos humanos universales" y "obligaciones universales".
Estos pronunciamientos difieren a menudo de nuestros propios valores como nación soberana que se autogobierna. No obstante, la mayoría de los actuales jueces del Tribunal Supremo han mostrado una alarmante tendencia a incorporar esas quiméricas manifestaciones del "derecho internacional" en sus interpretaciones de nuestra propia Constitución, para que ésta asuma el consenso de la opinión mundial. Imagine lo susceptibles que serán estos jueces a la voz de alarma de un Consejo de Derechos Humanos reformado que reclame un nuevo mandato de legitimidad para definir, según le plazca, los DDHH como parte del Derecho Internacional.
Estados Unidos debería seguir en sus trece e insistir en la verdadera reforma. Si perdemos esta batalla y el nuevo Consejo es aprobado por la Asamblea General a pesar de nuestras protestas, deberíamos monitorizar cuidadosamente su historial durante los próximos meses. Si vemos cualquier evidencia de que se trata de más de lo mismo, deberíamos retirar inmediatamente toda la financiación con que contribuimos a esta farsa hasta que se pongan en marcha cambios significativos.