En aquel verano anterior al inútil fasto de la Exposición Universal de Hannover, el canciller Schröder sonreía satisfecho y se las prometía muy felices por el rumbo de progreso que había tomado la nación más poblada, poderosa e influyente de Europa.
Eso era hace seis años. No ha hecho falta más para que los alemanes, pueblo juicioso donde los haya, se hayan despertado de la enajenación transitoria que los ha condenado a figurar en las peores estadísticas europeas. Porque, aunque a los progres hispanos les duela en lo más profundo de su ser, lo cierto es que, desde que en 1998 la alianza eco-socialista se hiciese con el poder, Alemania ha engranado la marcha atrás y se ha transformado en una nación perezosa y abúlica en la que los índices de desempleo han estado siempre al alza, los de productividad a la baja y muchos, los más preparados, han hecho la maleta para cruzar el Atlántico y dejar atrás la que antaño fuese meca de emigrantes, paraíso de industriales y ejemplo a seguir por toda nación que quisiese entrar en la modernidad.
Schröder llegó al poder a lomos del desencanto general que poblaba Alemania en los estertores de la era Kohl, tres lustros en los que el país se había transformado en la locomotora de Europa y en la tercera potencia económica del mundo, tras Japón y los Estados Unidos. Los alemanes tenían motivos para sentirse orgullosos de su trayectoria como nación refundada tras el trauma del nazismo. Sin embargo, los efectos de la reunificación y el funambulismo de un canciller que estaba persuadido de que tras él vendría el diluvio desencadenaron el ascenso de un oportunista con aire de galán de cine y con la cabeza repleta de ideas equivocadas.
En la campaña electoral del 98 Schröder se presentó como el recambio perfecto a un líder amortizado, viejo, gordo y corrompido por el poder y la gloria. Se vendió como el Tony Blair germano, como la sonrisa perfecta que pondría el broche a un ciclo de progreso sin precedentes en la historia de Alemania. Muchos votantes tradicionales de la CDU compraron la mercancía, que además venía adornada con el marchamo idealista y refrescante del Partido Verde. Era la víctima idónea.
Alemania es un país que, por haberlo tenido cerca, recela del socialismo pero que inexplicablemente ha caído rendido a la farsa ecologista. Es difícil de creer, pero en el país del racionalismo, la eficiencia y el método personajes tan dañinos como Jürgen Trittin eran ensalzados hasta hace bien poco tiempo como románticos cruzados de una bella utopía llamada a conquistar el futuro.
La realidad ha terminado por imponerse. Ha hecho falta legislatura y media de despropósitos y de destrucción concienzuda. Los alemanes hoy son más pobres, menos libres, están plegados a los intereses de Francia y, lo que peor les sienta de todo, son el hazmerreír de media Europa. En un país habituado al pleno empleo es más difícil que nunca encontrar un trabajo, y los que lo tienen se aferran a él como posesos. En marzo los parados eran ya más de cinco millones, y creciendo a un ritmo de 92.000 al mes. El crecimiento económico ha sido, a lo largo del último lustro, prácticamente inexistente.
Y eso en una coyuntura internacional inmejorable, en la que Alemania podría haber dado un salto de gigante. Porque los alemanes, que tanto han inventado y tanto han innovado, no han hecho acto de presencia en la revolución tecnológica de la última década. Esto, naturalmente, no es achacable a su Gobierno, pero sí a lo desincentivado que se encuentra el alemán medio para invertir, crear riqueza e innovar por culpa de regulaciones draconianas, estúpidas normativas medioambientales y una fiscalidad que está cerca del atraco a mano armada.
Ante la atonía económica y la pérdida de expectativas de la población, los gabinetes de Schröder no han reaccionado más que con buenas intenciones y con fabulosos planes de reforma que han sido, y son, pura propaganda altisonante. La célebre Agenda 2010, publicitada hasta la náusea por los voceros gubernamentales y por la prensa adicta, sólo ha servido para gastar dinero y para que el canciller y su ministro Eichel se luciesen por los mítines como pavos reales.
Por el contrario, las reformas necesarias, como la del mercado laboral, la fiscal o la del generoso e insostenible sistema de Seguridad Social, nunca han encontrado hueco en la otra agenda, la del canciller, un político mediocre que se ha mostrado más preocupado de no malquistarse con los sindicatos que de evitar la huida de empresas a otros países o de frenar el desmantelamiento progresivo de la pequeña y mediana empresa, soporte vital de la otrora prodigiosa industria germana.
El descontento es visible para cualquiera que visite el país. El dinamismo y el espíritu de empresa han sido sustituidos por la resignación y ese aire funcionarial de los que no quieren perder los privilegios ganados a golpe de convenio. En la campaña de 2002 muchos se taparon la nariz y revalidaron la mayoría a la coalición gubernamental confiando en que las cosas mejorarían por arte de birlibirloque, lo que viene a demostrar que hasta los alemanes son dados al pesimismo y al autoengaño.
En el plano exterior, Schröder y, en especial, el súperministro Fischer han subcontratado la diplomacia a sus vecinos del otro lado del Rin. Inexplicable maniobra, porque Francia es, a todos los efectos, un paisillo insignificante al lado de Alemania; mucho menos poblado, con un PIB de risa comparado con el alemán y con una proyección internacional pésima.
La entrega sin condiciones a París ha sido el aperitivo de la gran felonía: el enfrentamiento abierto con los Estados Unidos. Alemania tiene una deuda histórica con los americanos desde la Segunda Guerra Mundial. Fueron los soldados americanos los que liberaron la parte occidental del país, y, lo que es más importante, fueron estos mismos soldados los garantes de libertad en la porción que quedó a salvo de la tiranía soviética. A la sombra de las barras y estrellas Alemania se convirtió en la envidia del mundo entero, y durante medio siglo Washington nunca ocultó que los alemanes eran sus niños mimados. Schröder ha devuelto la cortesía con desplantes, desprecios y una demagogia antiyanqui como no se veía por la tierra de Goethe desde tiempos del Tercer Reich.
Tras el batacazo de este fin de semana en Renania del Norte puede darse por cerrado el segundo ciclo socialdemócrata de la historia reciente de Alemania. El estado de Renania-Westfalia es mucho más que el señorío privado del socialismo germano; es, con sus 18 millones de habitantes, el länder más poblado y en el que se encuentra la conurbación del Ruhr, la más grande de Europa. Demográficamente, se trata de un estado clave para cualquier cita electoral, y posee un gran valor psicológico para la izquierda, que hasta anteayer lo consideraba de su propiedad.
Muchos de los que el domingo se decantaron por el candidato democristiano son obreros industriales y mineros, es decir, la clásica clientela del SPD que durante 50 años ha permanecido fiel a un partido que poco o nada ha hecho por ellos. Si tras medio siglo el sufrido proletariat del Ruhr ha cambiado el disco en la gramola de sus preferencias políticas no es porque se hayan hecho de derechas de la noche a la mañana; es, simplemente, porque se han hartado de promesas sin cumplir, de demagogia ramplona y de que nadie les solucione la papeleta.