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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

El grotesco literario argentino

Hubo una época, que en parte me tocó vivir en los años sesenta, con gobiernos democráticos y con otros que no lo eran tanto pero ejercían la censura sin demasiado celo y con aún menos eficacia, en que la Argentina era un paraíso de los libros en español.


	Hubo una época, que en parte me tocó vivir en los años sesenta, con gobiernos democráticos y con otros que no lo eran tanto pero ejercían la censura sin demasiado celo y con aún menos eficacia, en que la Argentina era un paraíso de los libros en español.

Lo sabían bien los españoles, lectores y libreros, que se nutrían del contrabando de las que Francisco Umbral, con poca fortuna, llamó "abominables traducciones sudamericanas", que estaban hechas por exiliados españoles como luego lo estuvieron las españolas por exiliados de allá.

Sartre, Camus, Malraux, aparecían en Losada o en Sur a los pocos meses de haberse editado en Francia. Se traducía todo, mucha poesía incluso, y de manera nada torpe, y hasta los poetas eran leídos y, por lo tanto, vendidos con éxito. Desde Perse hasta Pavese, desde Milosz hasta Montale, todos eran accesibles para los argentinos y, por lo tanto, para todos los lectores de la lengua común. También se importaban libros. Muchos. No creo que la aparición de Alianza Bolsillo haya representado una revolución menor allá que aquí. Los libros españoles eran amados, y muchos leímos a determinados autores fundamentales en Aguilar o en Plaza, si no en los Clásicos Berguá, que yo iba comprando en la librería Clásica y Moderna, del señor Poblet, madrileño afincado en Buenos Aires, que ahora lleva su hija Natu y que ya ha cumplido los setenta años largos.

La dictadura de los setenta fue una interrupción, no un final.

Se volvió, con dificultad pero se volvió, al paraíso de los libros, nacionales e importados. Tuvieron que surgir del vientre profundo de la nación bárbara los Kirchner, para que aquello encontrara un final.

Doña Cristina Fernández, viuda K, es en el fondo una colbertiana que cree en el autoabastecimiento, y una peronista que dice creer en la industria nacional sólo para oponerse a la industria extranjera sin pasar por la sustitución de importaciones. Perón, al menos, fabricaba aviones, automóviles o neveras en el país. Éstos ni eso, pero como el perro del hortelano, se han lanzado a prohibir la entrada al país de productos de todo tipo. Los libros entre ellos, claro. Pero no han tenido la honestidad de decir que lo hacían por proteccionismo puro y duro, sino que dieron una de esas absurdas razones que suelen dar: dicen que es por razones sanitarias, que las tintas que se emplean en otros países para imprimir tienen un alto nivel de plomo y que eso envenena al lector argentino cuando se humedece los dedos con la lengua para dar vuelta la página (sic, ellos leen así, o imaginan que leer se hace más o menos así, con los dedos y la lengua, eso también es el peronismo, "alpargatas sí, libros no").

La cosa es tan grotesca que hasta cabe la posibilidad de que, mientras yo escribo esto, CFK retroceda. No por vergüenza, que de eso no tienen, sino porque alguien se dará cuenta de que no vale la pena, vista la situación general del país.

La Argentina ha sido siempre un país sobrerrepresentado en el plano de la producción simbólica. El número de mitos universales que ha dado en su historia está muy por encima de la importancia real del país. Evita, el Che, Fangio, Gardel, Borges, Maradona, Piazzola... En esa serie de mitos entraron durante mucho tiempo unas cuantas grandes editoriales: Losada, Sudamericana, Sur, Emecé, El Ateneo... Pocas de ellas han sobrevivido. Losada es lo que queda de Losada y sigue vendiendo libros impresos hace treinta o cuarenta años. Emecé la compró un grupo para cerrarla y que no molestara más en las librerías. Sur no sobrevivió mucho a su fundadora, Victoria Ocampo.

La historia siempre arrastra, a veces como simple y regular marea, a veces como tsunami, sin dejar un pelo ni una señal de lo que fue. Nadie puede pretender, con lo que ha sido la Argentina de los últimos cincuenta años, que la cosa se quede en una cierta decadencia. Pero tampoco hacía falta arrasar hasta acabar con los libros. ¡Qué animales!

 

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