El muy citado economista de la Universidad de Nueva York Nouriel Roubini ha cargado contra "los hipócritas de Bush, que durante años cantaron las glorias del capitalismo salvaje". Por su parte, el New York Times ha llegado a sostener en un editorial que el sistema financiero americano ha sido "la víctima de décadas de políticas republicanas liberalizadoras y contrarias a los impuestos". En cuanto al ex presidente Jimmy Carter, ha culpado de la situación a las "atroces" medidas económicas de la Administración Bush, especialmente a la liberalización y a la "retirada de la supervisión sobre Wall Street".
En la misma onda se sitúa Barack Obama. "El mayor problema en todo este proceso ha sido la liberalización del sistema financiero", dijo allá por el mes de octubre. Asimismo, afirmó que los problemas que estamos afrontando representan "el juicio definitivo sobre la fracasada política económica adoptada en los ocho últimos años (...) que en su esencia postulaba que debíamos retirar las regulaciones, las protecciones al consumidor, dejar al mercado a su aire, y entonces la prosperidad nos llovería a todos del cielo".
¿Será verdad que la culpa de todo la tienen los liberalizadores? Y, por otra parte, ¿hemos de tomar en serio eso de que durante los años Bush se dejó el mercado a su aire?
Ciertamente, en los últimos tiempos se han aprobado leyes que alivian las restricciones que pesan sobre el sector financiero. La más citada de ellas es la ley Gramm-Leach-Bliley, que, como en su día explicó el NYT, "eliminó las barreras que separaban a los bancos comerciales de los bancos de inversión con el objeto de reducir el riesgo de catástrofe económica". Hay quien sostiene que la Gramm-Leach-Bliley, al permitir a bancos tradicionales y entidades de inversión conformar sociedades conjuntas, contribuyó al colapso crediticio. Pues bien, incluso si estuvieran en lo cierto, ¿qué culpa tiene de ello George W. Bush? La Gramm-Leach-Bliley fue sancionada por el presidente Clinton en 1999, luego de conseguir sendas mayorías absolutas en las dos Cámaras del Congreso.
Sus principales promotores fueron republicanos, sí, pero los 34 senadores demócratas que la respaldaron no estaban precisamente pensando en "dejar al mercado a su aire". Lo mismo cabe decir de los 151 demócratas que le dieron el visto bueno en la Cámara de Representantes, entre los que se contaban la señora Pelosi. El entonces Secretario del Tesoro (y actual consejero de Obama) Larry Summers no dijo nada de que la Gramm-Leach-Bliley promoviera el "capitalismo salvaje"; es más, la ensalzó por "promover la innovación financiera y la reducción de costes y por alentar la competencia internacional". Clinton sigue defendiéndola, dicho sea de paso.
Ahora bien, no se puede negar que la legislación producida durante los años Bush ha tenido su impacto en el terreno de las regulaciones. El 31 de julio de 2002, y entre afirmaciones sobre que el libre mercado no debe ser "una lucha financiera de todos contra todos movida solamente por la avaricia", George W. dio su visto bueno a la ley Sarbanes-Oxley, que reformó en profundidad las normas relacionadas con el fraude, la especulación y la contabilidad de las empresas. Entre sus muchos apartados se contaba el que daba carta de naturaleza a una nueva agencia reguladora encargada de supervisar a las firmas de contabilidad y a los auditores. Asimismo, imponía nuevos requisitos a las auditorías y a los informes financieros. Se diga lo que se diga de la Sarbanes-Oxley, no era en absoluto una invitación a una bacanal capitalista.
Como los cocodrilos que moran en las cloacas de Nueva York, lo de la liberalización radical de Bush es más que nada una leyenda urbana. Lejos de prescindir de los reglamentos, la Administración no ha hecho en estos años más que expandirlos: desde que Bush asumió la Presidencia, el Registro Federal –que recoge las regulaciones propuestas y ejecutadas– ha constado siempre (salvo en 2001) de más de 74.000 páginas. Sólo una vez se alcanzó semejante cifra durante la Administración Clinton.
Por otro lado, Bush ha roto todos los récords de gasto en agencias reguladoras. Según unos investigadores de las universidades de Washington y George Mason, las partidas económicas destinadas a funciones reguladoras se han disparado durante los años Bush. El presupuesto destinado a labores regulatorias ha pasado de 25.000 millones de dólares en el año fiscal de 2000 a alrededor de 43.000 millones en 2009, lo que representa un incremento del 70% (estos datos tienen en cuenta los ajustes derivados de la inflación). "En dólares constantes –ha escrito James Freeman en el Wall Street Journal–, el presupuesto destinado por Bush a labores regulatorias ha superado con creces los de Clinton, Bush, Reagan, Carter, Nixon y, sí, Lyndon Johnson".
En la misma onda se sitúa Barack Obama. "El mayor problema en todo este proceso ha sido la liberalización del sistema financiero", dijo allá por el mes de octubre. Asimismo, afirmó que los problemas que estamos afrontando representan "el juicio definitivo sobre la fracasada política económica adoptada en los ocho últimos años (...) que en su esencia postulaba que debíamos retirar las regulaciones, las protecciones al consumidor, dejar al mercado a su aire, y entonces la prosperidad nos llovería a todos del cielo".
¿Será verdad que la culpa de todo la tienen los liberalizadores? Y, por otra parte, ¿hemos de tomar en serio eso de que durante los años Bush se dejó el mercado a su aire?
Ciertamente, en los últimos tiempos se han aprobado leyes que alivian las restricciones que pesan sobre el sector financiero. La más citada de ellas es la ley Gramm-Leach-Bliley, que, como en su día explicó el NYT, "eliminó las barreras que separaban a los bancos comerciales de los bancos de inversión con el objeto de reducir el riesgo de catástrofe económica". Hay quien sostiene que la Gramm-Leach-Bliley, al permitir a bancos tradicionales y entidades de inversión conformar sociedades conjuntas, contribuyó al colapso crediticio. Pues bien, incluso si estuvieran en lo cierto, ¿qué culpa tiene de ello George W. Bush? La Gramm-Leach-Bliley fue sancionada por el presidente Clinton en 1999, luego de conseguir sendas mayorías absolutas en las dos Cámaras del Congreso.
Sus principales promotores fueron republicanos, sí, pero los 34 senadores demócratas que la respaldaron no estaban precisamente pensando en "dejar al mercado a su aire". Lo mismo cabe decir de los 151 demócratas que le dieron el visto bueno en la Cámara de Representantes, entre los que se contaban la señora Pelosi. El entonces Secretario del Tesoro (y actual consejero de Obama) Larry Summers no dijo nada de que la Gramm-Leach-Bliley promoviera el "capitalismo salvaje"; es más, la ensalzó por "promover la innovación financiera y la reducción de costes y por alentar la competencia internacional". Clinton sigue defendiéndola, dicho sea de paso.
Ahora bien, no se puede negar que la legislación producida durante los años Bush ha tenido su impacto en el terreno de las regulaciones. El 31 de julio de 2002, y entre afirmaciones sobre que el libre mercado no debe ser "una lucha financiera de todos contra todos movida solamente por la avaricia", George W. dio su visto bueno a la ley Sarbanes-Oxley, que reformó en profundidad las normas relacionadas con el fraude, la especulación y la contabilidad de las empresas. Entre sus muchos apartados se contaba el que daba carta de naturaleza a una nueva agencia reguladora encargada de supervisar a las firmas de contabilidad y a los auditores. Asimismo, imponía nuevos requisitos a las auditorías y a los informes financieros. Se diga lo que se diga de la Sarbanes-Oxley, no era en absoluto una invitación a una bacanal capitalista.
Como los cocodrilos que moran en las cloacas de Nueva York, lo de la liberalización radical de Bush es más que nada una leyenda urbana. Lejos de prescindir de los reglamentos, la Administración no ha hecho en estos años más que expandirlos: desde que Bush asumió la Presidencia, el Registro Federal –que recoge las regulaciones propuestas y ejecutadas– ha constado siempre (salvo en 2001) de más de 74.000 páginas. Sólo una vez se alcanzó semejante cifra durante la Administración Clinton.
Por otro lado, Bush ha roto todos los récords de gasto en agencias reguladoras. Según unos investigadores de las universidades de Washington y George Mason, las partidas económicas destinadas a funciones reguladoras se han disparado durante los años Bush. El presupuesto destinado a labores regulatorias ha pasado de 25.000 millones de dólares en el año fiscal de 2000 a alrededor de 43.000 millones en 2009, lo que representa un incremento del 70% (estos datos tienen en cuenta los ajustes derivados de la inflación). "En dólares constantes –ha escrito James Freeman en el Wall Street Journal–, el presupuesto destinado por Bush a labores regulatorias ha superado con creces los de Clinton, Bush, Reagan, Carter, Nixon y, sí, Lyndon Johnson".
La contratación también se ha salido de madre. Las agencias reguladoras daban trabajo a 175.000 personas en 2000 y a 264.000 en 2008. (Cabe decir que parte de este incremento hay que cargarlo a la Administración de Seguridad en el Transporte, que desde 2003 se hace cargo de la vigilancia aeroportuaria).
En estos días de crisis financiera, la liberalización se ha convertido en la cabeza de turco preferida. Pero los datos dicen algo bien distinto: con Bush, la regulación no sólo no se ha reducido, sino que ha crecido sensiblemente. La economía no va mal porque tengamos un Estado pequeño, que no lo tenemos; y, desde luego, no va a recuperarse si hacemos a aquél todavía más grande.
JEFF JACOBY, columnista del Boston Globe.
JEFF JACOBY, columnista del Boston Globe.