1. La autoridad en Cuba está organizada verticalmente y depende de Fidel Castro
Existen las instituciones típicas calcadas del desaparecido modelo soviético, pero son sólo correas de transmisión para ejecutar la voluntad del dictador. Es verdad que cuentan con una figura de reemplazo, el general Raúl Castro, pero se trata de otro anciano de 76 años, carente de liderazgo o de simpatías populares, dotado se rasgos psicológicos muy diferentes a los de su hermano. En todo caso, ¿qué sucederá después de Raúl Castro, quien acaba de enterrar a su esposa de toda una vida? Las dinastías ideológicas padecen siempre una grave incapacidad para transmitir la autoridad ordenadamente.
2. El legado descabellado de Fidel
Fidel deja como herencia política y como tarea revolucionaria un proyecto descabellado: constituir un bloque junto a Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega, más cualquier otro personaje de esa cuerda política que se sume, con el objeto de conquistar América Latina y, luego, el resto del planeta. El bloque, que dirigirá y ya financia Hugo Chávez, es el sustituto de la URSS. La clase dirigente cubana ya experimentó esa fiebre política durante treinta años, y pagó por ella un altísimo costo; no es probable que desee volver a reeditar esa absurda aventura.
3. La cúpula dirigente, aunque no posee convicciones democráticas, a estas alturas tampoco cree en las virtudes del colectivismo
Las familias que ocupan el poder están desmoralizadas. El país es una ruina en el terreno material, tras cincuenta años de fracasos, y lo que más abunda entre los cuadros altos y medios son planes de reforma invariablemente inclinados al mercado y la liberalización. Todo el mundo sabe que eso fue lo que ensayaron China y Vietnam. Todos vieron que las tímidas reformas de los años 90, sugeridas por el socialista español Carlos Solchaga, un economista prudente, produjeron efectos benéficos rápidamente, aunque muy limitados por la terquedad colectivista e igualitarista de Fidel Castro. No obstante, esa tendencia reformista, aunque muy mayoritaria, se mantiene oculta y paralizada, porque es Fidel quien se opone a ella.
4. Hay una salida clara
Existe una obvia salida a la crisis: el cambio, la reforma económica, la reconciliación con Estados Unidos y la Unión Europea y el consecuente abandono del delirante proyecto chavista. Pero, inevitablemente, eso conduce a la democratización del país y a la adopción de un modelo económico viable. Naturalmente, esto debe comenzar con la liberación de los presos políticos, el respeto a los derechos humanos y la renuncia al poder hegemónico del Partido Comunista. Como se vio en Europa del Este, ese cambio de régimen, en rigor, no entraña ningún peligro real para la actual clase dirigente. Quienes pertenecen a ella han comprobado que hay vida, honores, seguridad y hasta regreso al poder si se reciclan dentro de las instituciones democráticas, y están dispuestos a admitir la participación de toda la sociedad en el diseño, control y manejo del país.
5. El signo de los tiempos
Por último, es muy importante la atmósfera histórica en que existen los Estados. El mundo, con marchas y contramarchas, a diferentes ritmos, se mueve hacia la democracia plural y el mercado. Es una tendencia imparable. Cuba no puede ser la excepción totalitaria y colectivista, permanentemente instalada en un modelo político que se nutre de las polvorientas ideas marxistas, administradas por un Estado minuciosamente incompetente, y copiado de la URSS de los años 70.
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El cambio
Una vez iniciado el proceso de cambio, si se hace con buen tino y mano firme, la Isla puede dar en poco tiempo un salto tremendo hacia la prosperidad y el progreso en un periodo no muy largo. Durante quince o veinte años consecutivos, contados a partir del momento en que se inicie la reforma, el país puede crecer al ritmo promedio del 10 o el 12% anual, con zonas de crecimiento aun más intenso, si quienes guían la transición entienden lo que hay que hacer.
No va a faltar el capital financiero –dinero internacional público y privado–, y la Isla cuenta con un excelente capital humano: 800.000 universitarios, entre los que abundan los ingenieros, los médicos y los técnicos medios. El capital financiero va a llegar en grandes cantidades, principalmente desde Estados Unidos –muy interesado en estabilizar la situación en la Isla para evitar el éxodo masivo y para contentar a la influyente minoría cubanoamericana–, pero también desde Europa, y muy especialmente desde España: los empresarios más sagaces de estos lugares verán en Cuba una magnífica oportunidad de hacer buenos negocios.
En todo caso, ¿qué significa actuar con buen tino y mano firme? Significa:
establecer un pacto social entre la mayor parte de los agentes políticos dispuestos a la moderación y a la sensatez. Un acuerdo que proporcione el sosiego y la estabilidad que demanda el momento;construir a toda marcha un marco jurídico que garantice las inversiones y dé seguridades a la propiedad. Sin este requisito, todo esfuerzo es casi inútil;transferir a los cubanos la mayor parte de los activos en manos del Estado (además de las viviendas en que habitan), para que masivamente se conviertan en propietarios de los medios de producción y sientan que el cambio, realmente, les beneficia y pertenece;procurar alguna forma de compensación razonablemente justa a quienes fueron violentamente privados de sus bienes, así como una suerte de pago o acuerdo sobre la deuda internacional para restaurar el crédito del país, tener acceso a los mercados financieros y poder acudir en busca de ayuda a organismos internacionales como el BID, el BM o el FMI;liberalizar rápidamente toda la economía, incluidos los precios, el tipo de cambio, la tasa de intereses y las formas de contratación, mientras se autorizan todas las transacciones comerciales legítimas;solicitar ayuda internacional masiva –y los fondos existen para ello–, con el objeto de paliar los efectos sobre los más indefensos –los ancianos, los jubilados y los niños– del paso de la dictadura a la democracia y del colectivismo al mercado y la propiedad privada.
Es vital que, desde el momento mismo del inicio del cambio, la sociedad perciba y confirme en los hechos que sus condiciones materiales de vida mejoran progresiva y sostenidamente. Es esta experiencia positiva, y no el debate teórico o el nocivo "pase de cuenta", lo que legitimará el cambio y lo que cimentará las relaciones entre el pueblo y el nuevo Estado que comenzará a gestarse. Hay que rechazar cualquier forma de revanchismo o de regodeo en examinar el pasado. Lo importante es salvar el futuro. El pasado ya no tiene remedio.
¿Qué tipo de sociedad queremos?
En esta nueva etapa que se avecina es muy importante saber adónde queremos llegar y cuál es nuestra visión de futuro, panorama que acaso resulta fácil de precisar: Cuba debe ser un país normal, en paz y armonía con el resto del mundo, parecido a esas treinta naciones punteras que describe el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, destino perfectamente alcanzable en el curso de una generación.
En general, se trata de Estados de Derecho fundados sobre la idea de que la autoridad, periódicamente renovada por medio de comicios trasparentes y plurales, radica en el seno de la sociedad y se expresa por medio de instituciones neutrales reguladas por leyes que no reconocen privilegios ni excepciones, y no por caudillos iluminados ni por grupos o partidos que arbitrariamente se arrogan la representación colectiva. Estados, además, en los que las transacciones se hacen dentro de un modelo económico regido por el mercado y en los que la propiedad privada se reconoce como uno de los derechos humanos fundamentales, porque sin su existencia, como se comprobó a lo largo del siglo XX, es imposible el mantenimiento de las libertades o el logro de la prosperidad.
El régimen de La Habana afirma que, de producirse un cambio, el destino que les espera a los cubanos, impuesto desde Estados Unidos, es el capitalismo de Haití, no el de España o Bélgica, pero ésa es sólo una consigna alarmista concebida para sembrar la incertidumbre y tratar de impedir las reformas. ¿Por qué Estados Unidos o la Unión Europea querrían una Cuba empobrecida, a la que habría que subsidiar permanentemente, en vez de un país rico, con el que se pudieran realizar muchas transacciones mutuamente ventajosas?
Es verdad que un país puede tener democracia, libertad y propiedad privada y ser, simultáneamente, muy pobre, injusto y con hirientes diferencias sociales, como sucede en diversos países hispanoamericanos o en el mencionado Haití, pero ese triste desempeño económico y esa falta de esperanzas no es el resultado de malvados designios procedentes del exterior, como sostenían los apóstoles de la equivocada Teoría de la Dependencia, o como hoy asegura Fidel Castro que les sucederá a los cubanos, sino la consecuencia de la irresponsable y a veces criminal actuación de las propias clases dirigentes del país, combinada con una mentalidad social refractaria al progreso y el desarrollo.
El capitalismo que vendrá a Cuba no podrá ser mercantilista. Es decir, el Gobierno no podrá decidir quiénes son los favoritos a los que hay que enriquecer, ya sean nacionales y extranjeros, ni los factores con los que forjar una alianza de mutua conveniencia para controlar las riquezas que se produzcan mediante el uso discriminatorio y abusivo del poder.
El capitalismo que vendrá a Cuba no podrá ser oligárquico. Esto es, no será la nuestra una sociedad en que los grandes intereses económicos forjen una alianza para colocar los Gobiernos y los partidos políticos a su servicio, en detrimento de las necesidades generales de la ciudadanía.
El capitalismo que vendrá a Cuba no será el corporativismo socialista o fascistoide, autárquico, ruinoso por el peso de las ineficientes empresas estatales, plagado de trabas burocráticas, paralizado por normas inflexibles o por imposibles cargas tributarias, enfrentado en estériles conflictos de clase artificialmente engendrados, que no consiguen otra cosa que empobrecer a los pueblos.
El capitalismo que vendrá, el que llevaremos a Cuba, es el moderno, abierto, competitivo, signado por la búsqueda de productividad, fuertemente integrado en el resto del mundo desarrollado. Un modelo de desarrollo capitalista en el que se estimule la incesante creación de empresas que luchen limpiamente por cuotas de mercado mediante la calidad y el precio de los bienes o los servicios que se oferten. Un capitalismo que no tenga como atractivo la pobreza de su mano de obra, sino el alto nivel de productividad y la complejidad técnica y científica de unos trabajadores respetuosa y dignamente tratados, dotados de derechos sindicales, capaces de alcanzar a cambio de su esfuerzo una alta remuneración que les procure el modo de vida digno que se encuentra en esas treinta naciones punteras a que hacíamos referencia. Nuestro modelo no es Haití: es Israel, es Irlanda, es España, y existen condiciones humanas y económicas para lograr implantarlo.
La responsabilidad social corporativa
Esa definición del modelo económico a que aspiran los cubanos debe servir, también, como un severo juicio crítico contra los precarios bolsones de economía semiprivada que medran en la Cuba actual. Las inversiones extranjeras que existen en Cuba, que son las que la dictadura autoriza y controla mediante la modalidad de empresas mixtas, no sirven a los intereses de la sociedad cubana, sino que contribuyen dolosamente a la supervivencia de la dictadura y constituyen una expresión del peor capitalismo estatal mercantilista.
Mediante este modelo, el Gobierno cubano, sin ocultar el asco que les merecen, elige a unos dóciles inversionistas, guiados exclusivamente por el objetivo de obtener beneficios, y dentro de esas empresas mixtas reproduce lo peor del modelo político totalitario: la explotación inicua de los trabajadores, a los que se les confisca el 95% de su salario mediante un tramposo cambio de moneda, más la represión política y la falta de libertades que existen en el resto de las instituciones del país.
Los empresarios serios, españoles o de cualquier otra latitud, no deben prestarse a esa sórdida complicidad. No es verdad que con su presencia en Cuba aceleran un posible cambio. Ésa es una falaz excusa concebida para tratar de esconder una inocultable falta de escrúpulos. Tampoco pueden escudarse en la supuesta indiferencia de los empresarios ante las consecuencias políticas y sociales de sus actos, siempre que estén amparados por la legitimidad oficial. Cuando ésta propaga los abusos, la discriminación y el apartheid, vulnerando los derechos fundamentales de las personas, se extingue de iure y se convierte en una norma inmoral de la que no debe servirse ninguna empresa que comprenda y asuma lo que es la responsabilidad social corporativa.
Los empresarios serios, españoles o de cualquier otra latitud, tampoco deben sucumbir a la superstición de que es conveniente estar en Cuba cuando se produzcan los cambios. Lo sensato no es colaborar con la dictadura. Lo probable es que quienes ya estén tengan que enfrentarse a cuantiosas reclamaciones legales (y a probables responsabilidades penales) por parte de los trabajadores, que durante años han visto cómo en Cuba se violan las reglas establecidas por la Organización Internacional del Trabajo, reglas a las que tanto las empresas como el Estado cubano están obligados a someterse.
Por otra parte, de muy poco les servirá estar en la Isla inmoralmente posicionados, a la espera de que surjan cambios, si a lo que aspiramos los cubanos es a instaurar un modelo de desarrollo capitalista fundado en la competencia y la ley y no en el compadrazgo, el mercantilismo o el contubernio entre empresarios buscadores de renta fácil y funcionarios venales dispuestos a concederla a cambio de alguna corruptela.
Es un notable error táctico y una falla moral muy censurable, indigna de cualquier empresario moderno que se respete, participar en una repartición de privilegios mercantilistas y en la asignación de monopolios invirtiendo en un coto cerrado en el que la población carece de mecanismos de defensa legal. Las sociedades verdaderamente prósperas, y en donde se hacen los mejores y más transparentes negocios, son aquéllas en las que todos los agentes económicos que se lo propongan, y no los elegidos por una dictadura, pueden participar y competir libremente en el mercado.
El final
Se acerca el final del totalitarismo en Cuba. Cuando llegue, las oportunidades de ganar dinero legítima y decentemente serán extraordinarias. El país necesitará revitalizar rápidamente su dilapidada infraestructura material, demolida tras medio siglo de incuria colectivista, y eso requerirá miles de millones de dólares de inversión.
El país, en su momento, será una formidable plataforma exportadora a Estados Unidos y un destino preferido de decenas de miles de jubilados y de millones de turistas norteamericanos. Los cubanoamericanos, por su parte, constituirán una poderosa locomotora empresarial que vinculará los intereses del sur de la Florida a los de Cuba, creando muy rápidamente un próspero espacio económico del que se podrá aprovechar, entonces sí legítimamente, cualquier empresario instalado en la Isla.
Hace unos años, un exitoso empresario español que estuvo involucrado en la creación y desarrollo de Puerto Banús, tras recorrer Cuba cuidadosamente en busca de posibles marinas, me hizo la siguiente afirmación: "Cambiaría gustoso todas mis inversiones en España por las extraordinarias oportunidades que surgirán en Cuba cuando se produzca el cambio". Tenía razón: las oportunidades futuras, tras la llegada de la libertad, serán enormes, y hoy, ahora, es el momento de comenzar a planear la instalación en Cuba de las empresas que van a participar en ese momento mágico tan interesante como potencialmente lucrativo.
Por último, es importante desterrar del análisis la idea absurda de que los americanos se van a apoderar de Cuba cuando termine el comunismo en la Isla. No existe una coordinación empresarial norteamericana donde anide esa fantástica mentalidad conspirativa dedicada a la conquista ilegal de mercados, ni es así como funciona el mundo económico moderno. Ésa es una visión antigua, propia de sociedades coloniales que ya no existen sobre la faz de la tierra.
La economía cubana, sencillamente, se expandirá de manera progresiva con las empresas que existen y con las que se creen, provengan de donde provengan. Unas serán cubanas y otras extranjeras, lo que redundará en beneficio de todos, y muy especialmente de los cubanos, que verán multiplicarse sus fuentes de trabajo y observarán cómo aumentan paulatinamente su salario y su poder adquisitivo. Una economía moderna, verdaderamente competitiva y abierta, no es de ningún país en particular, y su rasgo principal es que cualquier productor puede participar en el proceso de creación de riqueza para su beneficio y de la colectividad.
NOTA: Este artículo es una versión editada de la conferencia que pronunció CARLOS ALBERTO MONTANER el pasado 27 de junio ante el Foro Nueva Economía.