Chávez, luego de someter a los órganos legislativo y judicial de su país, está embarcado en una creciente ofensiva contra toda crítica, en lo que no es sino la culminación del secuestro definitivo del patrimonio público y privado de los venezolanos. Es lo mismo que pasó en Cuba, donde dos generaciones de cubanos sufren sin chistar absurdas privaciones simplemente porque perdieron la libertad de expresarse y porque no pueden defenderse ante tribunales imparciales.
En nombre del "Estado", los apologistas de doctrinas dictatoriales confunden la acción y las competencias del Gobierno con las del Estado. Es oportuno precisar que, en puridad, el Estado es la unidad de un pueblo en su territorio, y que está integrado por varios órganos consagrados a la consecución de objetivos capitales de la vida humana. Cada órgano constituye por sí solo un cuerpo, con funciones precisas y modos particulares de cumplirlas. El Estado es, en consecuencia, la aglomeración de múltiples sistemas de vida individual y colectiva, mientras que al Gobierno se le confía la administración del interés común, pero de ninguna manera la autoridad para avasallar a los demás órganos del Estado y, menos aún, someter a nadie.
Por lo que hace al gobernante, es simplemente el personaje al que se encomienda la tarea de administrar los intereses del Estado. En democracia, las reglas que un gobernante debe observar son muy claras y precisas: alternabilidad en el ejercicio del poder, equilibrio y control mutuo entre poderes, gobierno de la mayoría y salvaguarda de los derechos de las minorías.
Chávez, Morales, Correa y demás referentes del populismo emergente en Hispanoamérica dan la espalda a los principios fundamentales de la democracia. Y, con corta memoria histórica (proporcionalmente inversa a su monumental egolatría), argumentan que el Estado monolítico que pretenden encarnar debe legislar, administrar justicia, asumir un control absoluto sobre los recursos nacionales y dominar las mentes y los estómagos de sus pueblos, avanzando día a día en el camino al despotismo. Como advertía lord Acton, "el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente".
Puesto que la evidencia histórica demuestra que, cuando impera la confusión entre Estado, Gobierno y gobernante, quienes ejercen el poder político adoptan posturas dictatoriales y el ciudadano se convierte en un ser desdichado, dependiente y sometido, ese perverso ordenamiento social que han bautizado con el nombre de "socialismo del siglo XXI" conduce a una cultura de imposición y arbitrariedad, por un lado, y de dependencia y evasión, por el otro, con lo que se crea un clima de confrontación permanente que, en nombre de la "revolución", nutre a los tiranos de todos los colores y razas.
El mal llamado "socialismo del siglo XXI" no es más que el viejo despotismo de la antigüedad, palabra que desde el apogeo de la Grecia Clásica, hace 2.500 años, insinúa el reino de la tiranía e implica una forma injusta de gobierno. Apunta a la imposición de un modelo totalitario que, sin sonrojarse, sus apologistas pregonan como gran novedad.
Para manifestar sus posiciones, a Chávez y a sus pupilos les encantaría proclamar: "El Estado soy yo"; pero, careciendo de ilustración y demás atributos, ni siquiera su clientela política aceptaría tamaña impostura, porque hasta los menos despabilados saben intuitivamente que están más cerca de Pol Pot que de Luis XIV.
© AIPE