Los resultados de varias encuestas realizadas en Egipto en tiempos recientes indican que las mayorías populares se inclinan hacia versiones radicales del islamismo. El 85 por ciento considera que la influencia del islam en la política es positiva, y dos tercios piensan que la vida mejorará si los clérigos desempeñan un papel central. La agenda que respaldan es extrema: el 70 por ciento apoya que Irán adquiera armas nucleares, y el 80 por ciento pide que se anulen los acuerdos de paz con Israel.
Los egipcios quieren aplicar la ley islámica: el 84 por ciento apoya la pena de muerte para los apóstatas, es decir, los que abandonan la religión islámica; el 77 por ciento considera que a los ladrones hay que cortarles las manos, y el 54 por ciento solicita que los hombres y las mujeres sean segregados en el trabajo. El 45 por ciento de las mujeres no sabe leer.
La Hermandad Musulmana es el movimiento político-religioso mejor organizado del país, y supera con creces a los partidos de corte secular. El 64 por ciento ve de manera positiva a la Hermandad, frente al 16 por ciento que tiene una opinión negativa de la misma. Por lo que hace a Estados Unidos, el 82 por ciento rechaza sus políticas y el 17 por ciento las respalda.
¿Ha cambiado esto durante las pasadas semanas? No lo creo. Las masas empobrecidas de Egipto quizá se han radicalizado aún más. Lo único claro es que los mismos que ayer crucificaron a Bush por deponer a un asesino en masa como Sadam Husein, proponer la democratización del mundo árabe e instar a Mubarak a hacer una apertura política –que no llevó a cabo–, ahora multiplican sin recato las quimeras acerca de la libertad en la región. Mubarak era un dictador, pero jamás alcanzó a Sadam en horrores.
En Irak, Bush puso en juego principios y soldados. Washington pretende ahora hacer lo mismo en todo el mundo árabe tan sólo con discursos, pues perdió el ímpetu para las grandes empresas. Bamboleante e indeciso, en medio de una notable incoherencia, Obama se enreda en una región que es un campo minado y donde los espejismos son trampas.
El desafío de la libertad en la civilización islámica exige un profundo cambio cultural. Sin separación entre lo religioso y lo secular, la libertad es imposible, y un proceso semejante sólo puede provenir de un agudo desafío externo o una revolución interna.
Por un tiempo pensé que Estados Unidos había dado inicio a esa transformación de fondo en Irak, al modo de lo que hizo en Japón y Alemania después de 1945. Pero el cuasi patológico odio hacia Bush y la llegada al poder de su confuso sucesor cancelaron el proyecto. Hoy, el cambio sólo puede surgir desde dentro. Con las tendencias de opinión existentes, ¿es razonable pronosticar que la revolución egipcia iniciará un camino democrático, o estamos más bien ante el primer paso hacia un régimen fundamentalista, adversario de Occidente y comprometido como el iraní con la liquidación de Israel? ¿Habrá salido un faraón para ceder el trono a otro? ¿Qué es peor, un militar conservador como Mubarak o un nuevo Naser?
La respuesta es incierta, pues el interludio militar posterga enigmas. No es censurable soñar, pero los despertares abruptos dañan la salud.