Otra mujer le ha aguado un poco la fiesta a Nancy Pelosi. Cuando los demócratas iban a presentar su paquete legislativo de medidas éticas, Cindy Sheehan, la militante pacifista, les reventó el acto. Algunos demócratas que la habían apoyado todo este tiempo se preguntaban por qué. Resulta que ahora el problema que le crearon a Bush lo tienen ellos. Veremos cómo lo resuelven.
Por el momento, Pelosi se ha propuesto un récord. Cuando los republicanos alcanzaron la mayoría en el Congreso en 1994, después de cuarenta años, Newt Gingrich se propuso poner en marcha su revolución de derechas en cien días. Pelosi pretende hacer la suya en cien horas.
Como ha apuntado un abogado demócrata que trabajó con Bill Clinton, no parece que el tan cacareado bipartidismo (así es como llaman allí al consenso), del que por lo visto tan necesitada andaba la política en Washington, sea la prioridad de los demócratas. Con un plazo de cien horas para poner en marcha un gran proceso de reformas, ya que no una revolución, no cabe mucho diálogo. En otras palabras: Pelosi y los suyos llegan con buenas palabras y en pie de guerra.
Pelosi levanta en primer lugar la bandera de la ética. Los demócratas vienen a restaurar la moral en Washington. Los doce años de mayoría republicana han dejado bastante mal parado el prestigio ético de la clase política norteamericana. Conviene, por tanto, ponerse manos a la obra.
Los nuevos aires éticos van por dos caminos. El primero, aumentar la transparencia en la relación de los lobbies, o grupos de presión, con los legisladores. El segundo, clarificar las partidas presupuestarias finalistas, destinadas a financiar proyectos especiales que los legisladores introducen en una ley de índole general. Ahora estos proyectos, que en el anterior Congreso republicano provocaron algunos escándalos serios, deberán llevar asignados los nombres de sus promotores.
Las dos medidas son, en principio, correctas. En la práctica, la segunda es una versión más severa de otra ya aprobada por los republicanos antes de las elecciones. En cuanto a la primera, lo más probable es que, cuanto más enrevesada sea la regulación sobre los lobbies, más sofisticadas se volverán las corruptelas. En este asunto se ha intentado de todo, siempre con idéntico resultado. Lo único que funciona, en última instancia, es la democracia.
La mayoría de Nancy Pelosi también se ha propuesto suprimir otra fuente de corrupción: el déficit. Quieren volver a restaurar lo que sus adversarios republicanos olvidaron durante sus años de mandato, es decir, la disciplina presupuestaria. Para eso proponen una receta que consiste en que cualquier aumento del gasto y cualquier aumento de impuestos lleven aparejados una reducción del gasto en otra partida presupuestaria, o bien… otro aumento de impuestos.
La medida ha sido votada por 280 votos contra 154, es decir, con el respaldo de 57 republicanos. Para muchos liberales y conservadores, abre la vía a las subidas de impuestos. Los demócratas creen o fingen creer en la intrínseca bondad de la acción del Gobierno. Pocos dudan de que acabarán proponiendo el aumento de los impuestos para financiar sus buenas acciones. La medida tiene además un alcance estratégico. Los recortes de impuestos de Bush dejarán de estar en vigor en 2010. La medida recién aprobada dificultará considerablemente su renovación para entonces.
Hay otras medidas, con consecuencias que un editorial de un periódico de Detroit, The Detroit News, ha resumido con acierto. Los demócratas quieren que el Gobierno negocie directamente con las empresas farmacéuticas los precios de las medicinas. Hasta ahora se encargaban de ello las compañías privadas que gestionan esa parte de Medicaid (el programa que cubre los gastos en medicinas de personas con pocos recursos, mayores y niños). Lo han hecho bastante bien, en general. Lo que probablemente ocurra es que el legislador acabe vendiendo la idea de que es el Gobierno quien tiene que fijar los precios. Las consecuencias serían imprevisibles en cuanto al abastecimiento y a la investigación.
A estas alturas el nuevo Congreso ya habrá subido el salario mínimo de 5,15 a 7,25 dólares. La medida es menos espectacular de lo que parece, porque muchos estados habían fijado ya salarios mínimos más altos que el establecido por el Gobierno federal. Servirá sobre todo para que las empresas que contratan jóvenes, estudiantes e inmigrantes –las únicas que pagan el salario mínimo– reduzcan el número de empleos. Aumentará la productividad, en consecuencia. Los demócratas seguirán haciendo historia.
En la misma línea, se rebajan los intereses de los créditos gubernamentales a los estudiantes para que éstos se financien sus carreras. Según la Heritage Foundation, el gasto federal en ayudas a la financiación de los estudios universitarios ha aumentado en un 400% desde 2001, sin que haya aumentado el número de estudiantes universitarios. Otro brindis al sol a cargo de los contribuyentes.
Habrá menos incentivos fiscales para la búsqueda y explotación de gas y petróleo en Estados Unidos, con lo que la dependencia de la energía exterior será mayor y, probablemente, subirán los precios. Y, como es obvio, los demócratas se proponen impedir cualquier reforma del sistema de pensiones, algo que presentan como una gran novedad, siendo así que el anterior Congreso, de mayoría republicana, ya se encargó de sabotear las reformas, sumamente moderadas, propuestas en 2005 por Bush.
Veremos si se atreven a proponer una reforma radical a favor de la sanidad pública, el proyecto estrella de cuando Hillary Clinton iba de socialdemócrata. No es verosímil. Los demócratas de Nancy Pelosi pertenecen al biotipo universal del progresista de principios del siglo XXI: al mismo tiempo insignificantes –como las medidas de las cien horas– y peligrosos.
En el fondo, todo tiene un cierto aire de déjà vu, como en la película El día de la marmota, aunque no seré yo quien se atreva a comparar a Nancy Pelosi con una marmota. Los congresistas republicanos, en cambio, sí que tienen algún parecido con el pobre Bill Murray, condenado a vivir una y otra vez el mismo día a lo largo de toda la película. Después de la revolución liberal conservadora de los últimos cuarenta años, y las extravagancias republicanas de los últimos dos, volvemos a la sempiterna discusión sobre la capacidad del Gobierno para mejorar la vida de la gente. Ellos se lo merecen. Los demás, algo menos.