El primer bando está conformado por Irán, Siria, Líbano y Hezbolá, y su objetivo es la destrucción del Estado judío. El segundo bando está constituido por Israel, y su objetivo es su supervivencia. La guerra la inició el primer bando, y no logró su cometido. No podemos hablar de ganadores ni perdedores, apenas de una batalla en la que Israel, como siempre hasta hoy, salió fortalecido.
Es cierto que en cada guerra Israel paga costos dispares: la de Independencia le costó el 1% de su población judía, pero a cambio consiguió la primera expresión de soberanía nacional judía en 2.000 años. Entre el 48 y el 56, aunque no existió ninguna guerra con el nombre de tal, el terrorismo árabe y palestino se cobró la vida de mil civiles judíos dentro de las fronteras del Estado de Israel. La represalia a gran escala por parte de Israel llegó con el operativo Kadesh, en el mismo 1956, con muy pocas bajas por parte del Ejército (Tzahal), pero a un costo político sin precedentes: el rechazo a la maniobra por parte tanto de EEUU como de la URSS, los dos países a cuyas manos levantadas debían los judíos la aprobación en la ONU de su moderno Estado, en 1947. En el 67 el mundo todo habló de un definitorio triunfo militar, pero desde ya deberíamos relativizarlo: los judíos de Israel no lograron imponerle la paz a sus enemigos jurados, y además "compraron" el conflicto aún irresuelto de un millón y medio de palestinos "administrados".
A lo que quiero llegar con este mínimo recuento es a que Israel no ganó ninguna de esas guerras en el mismo sentido en que ganaron los Aliados a Hitler, y no se ha retirado en ningún momento como EEUU de Vietnam o los franceses de Argelia. Nunca los enemigos de Israel aceptaron una derrota incondicional como lo hicieron los nazis, ni Israel pudo retirarse del modo en que lo hizo EEUU de Vietnam o Francia de Argelia.
Respecto a su incapacidad para imponer a sus enemigos la aceptación de la paz, el motivo es que, a diferencia de lo ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial, Israel no cuenta con aliados incondicionales. En el 73, por ejemplo, cuando, luego del traicionero ataque de Egipto y Siria, los judíos del Medio Oriente recuperaron el resuello y se lanzaron hasta los bordes de Damasco y El Cairo, fue precisamente la mano del aliado norteamericano, y el amenazante abrazo del por entonces oso nuclear soviético, lo que impidió al Tzahal destruir el Tercer Ejército egipcio.
El doctor Kissinger, a contrapelo de buena parte de sus teorías acerca de la contención, siempre ha sostenido que fue la recuperación del orgullo lo que permitió a Sadat viajar al Parlamento israelí (Knesset) en el 77, y que la conservación del Tercer Ejército fue clave en esta curiosa caricia al ego egipcio. Sin embargo, ¿qué habría ocurrido si el aliado americano hubiera permitido a Israel destruir el Tercer Ejército? Simplemente, habría sido un escenario mucho más parecido al del búnker berlinés bajo la bandera de la hoz y el martillo en abril del 45.
En cuanto a retiradas como las protagonizadas por EEUU y Francia en Vietnam y Argelia –como falsamente se ha querido comparar la situación de Israel en el Líbano y los territorios palestinos–, es imposible, por la sencilla razón de que Israel nunca colonizó el Líbano ni los Territorios, ni se sitúa a miles de kilómetros de uno y otro: son sus vecinos y amenazan su existencia.
Líbano fue uno de los seis países que atacó al Estado judío el día de su creación, y lo ha hostigado desde entonces con toda clase de ataques terroristas: de fedayines, de la OLP y más tarde de Hezbolá. ¿Acaso no se retiró Israel en el 2000? ¿A dónde más podría retirarse? ¿Y cómo? En cuanto a los Territorios, ¿no se retiró Israel de Gaza?
¿Cuál hubiera sido la respuesta de Washington si, luego de aquella patética retirada del 75, con civiles y soldados colgados de las patas de un helicóptero, los vietnamitas no hubieran tenido mejor idea que asesinar a ocho soldados norteamericanos en la frontera soberana de EEUU, secuestrar a otros dos, llevarlos a Vietnam y bombardear con misiles poblaciones norteamericanas? ¿Cuál hubiera sido la respuesta de De Gaulle si, al día siguiente de su dificultosa salida de Argelia –casi le cuesta la vida a manos de un fanático francés–, los independentistas argelinos hubieran atacado Francia del mismo modo? Las respectivas victorias militares, en ambos hipotéticos casos, habrían sido fulminantes y definitivas, sin reparar en civiles ni reglas. El mundo las hubiera convalidado, con enunciaciones oficiales y silencio.
Pero Israel no cuenta con la legitimidad internacional necesaria para infligir a sus enemigos una derrota incondicional; por otra parte, en una batalla defensiva como la que acaba de librar contra Hezbolá, la propia ética judía impide al Estado derrotar a sus enemigos al costo que lo hicieron los Aliados con los nazis o del modo en que los norteamericanos mantuvieron durante años la guerra de Vietnam.
Recordemos que cuando las falanges libanesas masacraron a centenares de palestinos en el Líbano (1982), la primera y más numerosa protesta del mundo surgió en el propio pueblo de Israel: más de 400.000 personas (el 10% de la población de judía de Israel en aquel entonces) marcharon en defensa del pueblo palestino. De modo que, en los conflictos que involucran a civiles –involucrados por Hamás y Hezbolá, en los respectivos casos–, una victoria militar decisiva es imposible, en primer lugar porque los propios judíos de Israel soportan el peso del conflicto con tal de no comportarse igual que sus enemigos. Y, por supuesto, buena parte de los judíos de la Diáspora destacamos el comportamiento excepcional de Israel en este aspecto: si en algo hay consenso, desde las explícitas declaraciones del primer ministro Olmert hasta la mayoría de los judíos de la Diáspora, es que siempre consideramos la muerte de los civiles como una derrota, sean del bando que sean.
Hay una minoría de periodistas, no obstante, entre los que hay judíos, que secundan como justificada la decisión de Hezbolá de utilizar civiles como escudos humanos y que consideran civiles a los terroristas de Hezbolá, pero combatientes a los civiles israelíes. Fue curiosa, en estos días de saturación mediática del conflicto, la dificultad para individualizar a los combatientes de Hezbolá.
Hemos visto fotos de soldados israelíes en todas las posiciones imaginables: rezando, sonriendo, comiendo, conversando, disparando, siendo heridos, muriendo… Pero, excepto por Nasralá y sus payasescos discursos (semejantes a los de los líderes iraquíes de la era Sadam), ¿dónde estaban los terroristas de Hezbolá? Personalmente, no creo haber individualizado a uno solo en las decenas, quizás centenas, de horas que pasé frente al televisor observando este horripilante desfile de muerte. ¿Es que los periodistas les tienen miedo? ¿O es que pretenden confundirse con los civiles hasta el punto de que no se los pueda distinguir como combatientes? Lo ignoro: lo cierto es que Israel presentó con toda claridad quiénes eran sus soldados y quiénes sus civiles.
La imagen de los jovencitos dando su vida para que todos los judíos del mundo vivamos en libertad no se me olvidará jamás. Como tampoco la terrible muerte del hijo del escritor israelí David Grossman, cuyo dolor no podemos ni siquiera comenzar a imaginar.
La prensa antisionista comenzó su visión del conflicto acusando a Israel de expansionista y genocida, para pasar inmediatamente a tildarlo de Estado débil, en retirada y vencido por Hezbolá. Cuando Israel se defendió lo acusaron de agresor, y vertieron lágrimas de cocodrilo por los civiles a los que Hezbolá obligaba a servir como escudos humanos, en lugar de reclamar el desarme de Hezbolá y la intervención del Estado libanés en defensa de sus civiles. En cuanto Israel acató el alto el fuego para que no murieran más civiles, las mismas voces hablaron de una derrota israelí. Cuando se defienden, son genocidas. Cuando aceptan una tregua para proteger a los civiles del otro bando, son los derrotados.
Ya en el 2000, cuando el ejército de Israel abandonó hasta el último milímetro de tierra libanesa, circuló la versión de que el estallido de violencia palestina se debía a que los terroristas de Hamás se sentían envalentonados por los "resultados" obtenidos por Hezbolá. En la televisión argentina hemos visto a un jeque islámico sostener al mismo tiempo que Israel era un Moloch sediento de sangre humana y que había sido "corrido" del Líbano por Hezbolá. Igual a los argumentos nazis: los judíos son los dueños del mundo y una raza inferior, al mismo tiempo.
No cabe ninguna duda de que el poderío militar israelí podría haber arrasado con el Líbano todo y destruir por completo a Hezbolá. La imposibilidad no es objetiva sino subjetiva: los israelíes no están dispuestos a cargar en su conciencia con las pérdidas de vidas civiles que una victoria de esta naturaleza implicaría. Y creo que esta limitación debe ser rescatada como una de las mayores fuerzas del Estado judío, la fuerza ética que lo alzó de entre las cenizas y la arena y, mucho más que sus armas, le ha permitido supervivir a lo largo de tantos ataques y contratiempos.
Los iraníes y los iraquíes se mataron por cantidad de un millón a lo largo de diez años; Asad padre mató entre veinte y treinta mil sirios en el 82, y luego los asfaltó, construyendo una carretera sobre sus cadáveres; en ninguno de estos casos los países en conflicto se jugaban su supervivencia. Los judíos del Medio Oriente, en cambio, prefieren vivir a la expectativa antes que renunciar a sus principios éticos. Y esa es la causa principal por la cual hoy Hezbolá sigue existiendo.
Dentro del propio Israel, por supuesto, no han faltado las discusiones, pero ¿cuándo han faltado? Ben Gurion sufrió el ataque de los intelectuales judíos a lo largo de toda su vida: lo acusaron de autoritario, incluso de totalitario, desde luminarias como Martin Buber hasta profetas del autoodio como Hanna Arendt. Hoy nos encontramos con periodistas judíos argentinos que nos informan de que, para la prensa israelí, "Israel perdió por knock out". Lo dicen con alegría, con el orgullo de hablar en contra de Israel siendo judíos; se solazan con la muerte de sus hermanos.
Pero, volviendo a la racionalidad, ¿a qué prensa israelí se refieren? El Jerusalem Post no opina lo mismo que el Haaretz, y el Yediot Ajaronot no coincide con ninguno de los dos primeros. Para colmo, en cada uno de esos periódicos, independientemente de la línea editorial, conviven plumas de ideologías simétricamente opuestas.
No es que en la democracia israelí haya una crisis política y del lado de Hezbolá y el Líbano reine la armonía. Es que Israel, precisamente, es una democracia, y la gente se queja y protesta sin temor. Y del lado libanés existe un totalitarismo sui géneris cuyos regentes son Hezbolá, Siria e Irán, y al que habla lo matan. No es una metáfora ni un subterfugio: si algún dirigente libanés se atreve a sugerir, por ejemplo, firmar la paz con Israel, lo matan. Literalmente.
¿Alguien se imagina, por ejemplo, algún funcionario sirio sugiriendo, por fuera del conocimiento de Asad Jr., firmar la paz con Israel, como lo ha sugerido, en estos días pasados de agosto, el ministro de Seguridad Interior de Israel, Avi Ditcher? Lo que la prensa que resalta la propuesta de Ditcher como opuesta al "belicismo" de Olmert (al que la mitad de los israelíes acusan de "demasiado flojo con Hezbolá" y la otra mitad de "demasiado duro" o improvisado) olvida señalar es que la misma propuesta la hicieron, como primeros ministros de Israel, Isaac Rabin, Simón Peres, Benjamín Netanyahu y Ehud Barak. Los cuatro ofrecieron a Asad la retirada del Golán a cambio de una paz completa entre los dos países. Asad padre respondió con la negativa en los cuatros casos.
Lo de Ditcher, entonces, no es ninguna novedad: la novedad sería que Asad hijo aceptara la propuesta. Que viajara a la Knesset, como Sadat. Que dijera, como Sadat: les damos la bienvenida al Medio Oriente.
A diferencia del triunfo contra la bestia parda nazi, la intelectualidad occidental está hoy más preocupada en defenestrar a sus líderes democráticos que en defenderse contra la bestia negra: el fundamentalismo islámico.
Los israelíes se han quejado de todas y cada una de sus guerras: desde la de Independencia hasta la última del Líbano. Se han quejado cuando el mundo ha dicho que han ganado y se han quejado cuando el mundo ha dicho que han perdido. Ben Gurión amonestó severamente a Rabin en la víspera de la guerra del 67: lo sacudió de un modo brutal, acusándolo de poner en riesgo la existencia del Estado judío. Todavía siguen saliendo libros israelíes contra el establishment que sacó victorioso a Israel de la horrible guerra del 73. Todas las guerras son horribles para los judíos. No nos gusta la muerte. No nos gusta matar, ni que nos maten. Vivimos cada guerra como un fracaso, sea cual sea su resultado, porque nuestras verdaderas ansias son por un mundo sin guerras.
Pero las discusiones más altisonantes que sustanciales de los israelíes no significan que hayan perdido, piensen lo que piensen incluso ellos mismos. Los enemigos a los que hoy se enfrentan son geográficamente vecinos e irracionalmente judeófobos: su principal función en el mundo es matar judíos, y eso hace muy difícil el pensar hoy una solución. Pero mucho peor estábamos antes de que se creara Israel, y sin embargo se logró.