Se trata de un asunto oscurecido por los eufemismos que se utilizan. Los presidentes y los jueces –o los presidentes cuando actúan en calidad de jueces inapelables, como en este caso– no matan o asesinan: ejecutan. Los militares en tiempos de guerra tampoco matan, asesinan, y ni siquiera ejecutan a sus adversarios: los eliminan.
Ron Paul, el candidato presidencial libertario republicano, congresista por Texas, dice que Obama puede ser expulsado del poder por "asesinar" a Al Aulaqui. ¿Por qué? Porque la Constitución norteamericana no da ningún derecho al presidente de Estados Unidos a ordenar la ejecución de una persona que no haya pasado por los tribunales. La Quinta Enmienda es clarísima: nadie puede ser privado de la vida sin previamente ser sometido a un juicio justo.
Obama preside una república, y ya se sabe que este tipo de organización del Estado está regido por leyes que obligan a todo el mundo a su cumplimiento. La función principal de la Constitución es limitar la autoridad de los gobernantes, y cuando estos se extralimitan se puede recurrir al impeachment para expulsarlos del poder.
Por otra parte, el presidente de Estados Unidos es el jefe supremo militar del país y de él se espera que defienda a la sociedad en las situaciones que pongan en peligro la seguridad nacional. Si Al Aulaqui, un terrorista encallecido, amenazaba la existencia de muchos norteamericanos con las acciones que planeaba o llevaba a cabo, ¿no tenía Obama el deber de ejecutarlo, matarlo, o como quiera llamarse al acto de quitarle la vida?
El problema es que hay un peligroso vacío en el ordenamiento jurídico norteamericano. Tiene razón Obama cuando decide matar al terrorista. También tiene razón Ron Paul cuando opina que los poderes del presidente no le alcanzan para ordenar ese acto. Es inconcebible, como se ha dicho en estos días, que el presidente Obama tenga que solicitar permiso de un juez para escuchar las conversaciones telefónicas de Al Aulaqui pero, en cambio, no lo necesite para disponer que le disparen un misil devastador.
Para ser justos, es conveniente recordar que Obama no es el primer presidente norteamericano que intenta liquidar a un enemigo de la nación. Kennedy trató de acabar con Fidel Castro con la ayuda de la mafia (lo que acaso le costó la vida porque el otro vaquero, que era un maestro en el arte de matar, según algunos, como creía el presidente Lyndon Johnson, disparó más rápidamente). Reagan intentó pulverizar a Gadafi mediante un bombardeo aéreo; Bush hizo todo lo posible por terminar con Ben Laden. Y seguramente todos los presidentes norteamericanos, de una u otra manera, se han visto en situaciones extremas en las que han tenido que evaluar acciones de esa índole, lamentándolo cuando no han actuado con firmeza. ¿No se hubieran ahorrado sesenta millones de vidas si un hábil tirador americano en tiempos de Roosevelt le hubiese dado un tiro en la frente a Adolfo Hitler antes de la invasión de los nazis a Polonia, en 1939?
En nuestros días, sin embargo, todo esto es peligrosísimo, no sólo porque, como principio, es muy alarmante que una persona pueda decidir por su cuenta si se debe matar o no a un enemigo del Estado, sino porque el propio presidente Obama corre riesgos en el futuro. ¿Qué podría ocurrir? En el momento en que abandone la presidencia, un fiscal extranjero acaso se atreva a pedir su encausamiento por asesinato, como le sucedió a Pinochet hace unos años cuando visitaba Inglaterra desprevenidamente.
Es improbable que tal cosa suceda, pero no es imposible. En nuestros días, por ejemplo, hay varios militares norteamericanos que participaron en la guerra de Irak a los que han recomendado que no salgan de Estados Unidos (como también se lo han sugerido al expresidente George W. Bush en alguna ocasión), dado que un fiscal español está empeñado en encarcelarlos por crímenes de guerra. En la era de la internacionalización de la justicia nadie está totalmente a salvo de una acción penal inesperada.
Probablemente la manera estadounidense de evitar dificultades a sus expresidentes sea crear, mediante una ley, una instancia judicial a la que los gobernantes norteamericanos puedan someter ciertos casos extremos que deben ser juzgados y sancionados a muerte en ausencia, sin que el Poder Ejecutivo pueda ser convicto de actuar al margen de los principios y las normas de la República. Si existe el derecho a matar, hay que regularlo.