La concesión a la India del status de socio privilegiado en el trato comercial y técnico-científico por Estados Unidos, con su dimensión nuclear, otorgado en el curso de la reciente visita del presidente Bush a ese país, y su subsiguiente visita a Pakistán, como simple premio de consolación al equívoco colaborador que es el Gobierno del presidente Musharraf en materia de lucha contra el terrorismo árabe-musulmán, prueba lo dicho. Sube la India al rango de aspirante a gran potencia mundial y desciende Pakistán al papel de rincón inestable y poco prometedor del mundo.
Y no se objete que el diploma de paso de grado de las potencias no tiene por qué otorgarlo Estados Unidos. Cierto: no hay por qué esperarlo, aun si EEUU lo pretendiera. Pero tal grado se alcanza antes y de forma más estable si los poderes que existen, que naturalmente no es sólo Estados Unidos, lo reconocen y admiten de buen grado. Ese es el caso de la India.
Concedido que, desde un punto de visto étnico y cultural, Pakistán no pertenece al mundo árabe. Pero debe concederse también que Pakistán ha querido jugar al papel de gran potencia mundial sirviéndose, entre otros recursos, de los grupos ideológicos más turbios y violentos del mundo árabe. Prueba de ello, los voluntarios árabes que atacaban y atacan a la India bajo la excusa del irredentismo de Cachemira, y la parasitación del movimiento talibán, niña de los ojos de los servicios secretos paquistaníes en los años 90 y 2000, por orates del mundo árabe como Ben Laden y Al Zauahiri y sus truculentos yihadistas.
La incapacidad de Pakistán para hacerse responsable ante la opinión mundial del control de su propio territorio, como queda demostrado todos los días por la comodidad con que se mueven por su geografía los agentes de Al Qaeda y los talibán, es un triste comentario a las oportunidades perdidas por un país de cultura musulmana de elevarse a la condición de potencia responsable, que pueda ser cooptada por las opiniones de otras potencias como agente digno de confianza del sistema internacional.
Esta insistencia en mantenerse en el atraso no puede explicarse sólo por la incapacidad o por los cálculos erróneos de unos gobiernos determinados. Refleja más bien una constante propia de una civilización atada a una religión fosilizada y a unas raíces culturales infecundas que, al igual que los contracuerpos en la biología, rechazan como enemigos los agentes vivificantes que oxigenan otras sociedades gracias a procesos de globalización cultural, política y económica, y que hacen prosperar a la India, a China, al Sudeste Asiático y a grandes trechos de la ribera del Pacífico pero eluden a la mayor parte del mundo musulmán, y sobre todo al árabe.
Mientras inmensas regiones de lo que antes se llamaba el Tercer Mundo pasan a una etapa de desarrollo superior en su grado de civilización, el mundo musulmán, pero sobre todo el árabe, se sume en la parálisis; y si hay cambio, éste le lleva al retroceso.
Si se trata de elegir rutas alternativas a la vida social en Palestina, los palestinos eligen al movimiento que les promete más guerra y más oscurantismo. Si se trata de alcanzar un gran designio nacional, se hace, como en Irán, asustando a todo el mundo con amenazas y con armarse hasta los dientes. Si se trata de afianzar la incierta identidad cultural árabe, en Argelia se elige la eliminación del vínculo más significativo que unía a ese país con el mundo desarrollado: la enseñanza de la lengua francesa, como acaba de hacer el Gobierno del presidente Buteflika. Si se trata de que Irak se aleje del borde del abismo en que está a punto de caer, mejor que caiga en él que correr el riesgo de que el éxito se lo pueda apuntar un chií, un sunní, un kurdo o lo que sea.