La revolución jomeinista, genocida de los propios iraníes, es la que Chávez tanto admira: estoy seguro de que éste no dudaría un segundo en imitar a Jomeini y prender fuego a la patria de Bolívar si con eso se le permitiese quedarse un solo segundo más en el poder.
Tanto idolatra Chávez el sistema totalitario iraní, que se ha convertido en el más confiable proveedor de material estratégico para el programa nuclear de los ayatolás, cuyo principal propósito es la fabricación de una bomba atómica. Si no, para qué son los más de 300 acuerdos –la mayoría secretos– suscritos entre Venezuela e Irán, para qué sirve el banco venezolano iraní –sometido a embargo en casi todo el mundo por dar ayuda financiera al letal proyecto–, para qué operan los vuelos fantasma entre Caracas y Teherán.
Cuando su socio, Mahmud Ahmadineyad, termine de fabricar su diabólico artefacto, ciertamente lo utilizará, millones de vidas se perderán y la guerra nuclear será una macabra realidad. Alguien debe decirle al centauro de Sabaneta que, cuando eso ocurra, también él será juzgado por genocidio.
No contento con tanto desafuero, ya Chávez anunció un programa nuclear para la patria de Bolívar. El propósito es transparente: ¿por qué razón iba un país rico en petróleo como Venezuela –¡y como Irán!– a invertir ingentes sumas de dinero en el desarrollo de un programa atómico? Si el propósito, verdaderamente, es generar electricidad, ¿por qué no comprar, simplemente, un reactor a una de las diez compañías que los fabrican?
Es obvio que, mientras la revolución avance, poco le importan a Chávez las múltiples penurias que aquejan al pueblo venezolano. Yo no dudo un instante en calificarle como el hombre más peligroso del mundo: Ahmadineyad es el número cinco en el escalafón iraní, y puede ser removido en cualquier momento, pero Chávez es señor y dueño de Venezuela.
"Un hombre puede morir por su país, pero un país no puede morir por un hombre". ¡Será!