Habíamos sido los cubanos víctimas de un golpe de estado tres meses antes de unas elecciones. Desde entonces, la bella y democrática Costa Rica fue la patria adoptiva de mi familia. Jamás se nos ocurrió a los allí acogidos utilizar la sede tica como tribuna de denuncia contra la dictadura. Habría sido una provocación innecesaria, una falta de respeto a los amables y solidarios costarricenses. Habríamos cerrado la puerta del asilo político, que había salvado ya tantas vidas cubanas y continuaría protegiendo a muchos de aquella sanguinaria tiranía.
Vivimos nuevas y preocupantes realidades: Manuel Zelaya ingresó a Honduras, y no se ha refugiado en la embajada de Brasil en Tegucigalpa, sino que ha utilizado ésta como trinchera inexpugnable. Desde allí arenga a sus partidarios a tirarse a las calles a protestar, con el evidente propósito de provocar la violencia.
Simultáneamente, el gobierno brasileño solicitó que la seguridad de su sede en Honduras fuese considerada en el Consejo de Seguridad de la ONU. Además, el presidente Lula aclara desafiante que Zelaya se quedará en su embajada el tiempo que sea necesario. ¿Es esto una muestra del compromiso militante de Lula con la democracia en Latinoamérica? Si es así, esperemos que retire cuanto antes a su embajador en La Habana, hasta que en nuestro país se celebren elecciones democráticas.
Si algo similar hubiéramos hecho en la embajada de Costa Rica en La Habana, con o sin el apoyo del presidente José Figueres, los esbirros batistianos hubieran asaltado el recinto y asesinado a todos los allí refugiados. Con suerte, el embajador tico hubiera sido arrastrado al aeropuerto y embarcado en el primer avión a cualquier parte.
Este subversivo uso de una sede diplomática es parte de un problema más grave. La dirigencia política latinoamericana parece haber confundido la necesidad de afianzar la legitimidad democrática en Honduras con la restitución de Manuel Zelaya, aunque con esta condición tengan los hondureños que violar su propia Constitución y, en consecuencia, deslegitimar la práctica democrática.
Quien violó la Constitución hondureña fue el propio Manuel Zelaya. No sólo la violó repetidamente, sino que irrespetó a las autoridades judiciales encargadas de velar por su espíritu y su letra. Varias veces se le advirtió oficialmente de sus graves e insistentes faltas. Zelaya, más que movido por la terquedad, lo que quería era provocar un abrupto y espectacular desenlace. Lo logró con una orden legal de arresto y en un escenario internacional completamente favorable.
Su deportación, que irrespetó su derecho al debido proceso, no se puede defender. Ningún ciudadano en una democracia puede ser privado de tal procedimiento legal. Ni el acusado de robo, ni el sospechoso de asesinato ni presunto violador de la Constitución.
Un golpe de estado no debe quedar impune en ninguna parte del mundo: ni los que nacen en los cuarteles, ni aquellos que, desde el poder y en nombre de la democracia, se llevan a efecto con el siniestro fin de destruirla. Quienes todavía con dolor recordamos los crímenes y torturas padecidos por amigos y compañeros de lucha bajo una dictadura sabemos que la única alternativa para los pueblos son los derechos consagrados en una Constitución, protegidos por la independencia de poderes y las instituciones democráticas.
Podrían alegar la OEA y los presidentes latinoamericanos la necesidad de que Manuel Zelaya tenga derecho a un juicio justo y hasta a negociar alguna forma de verificación del proceso judicial. Pero ir más allá, por la razón que sea, deja fuera de transcendencia la verdadera y única solución a la crisis hondureña: las elecciones, donde el pueblo decidirá constitucional y libremente a quién quiere como presidente.
HUBER MATOS, comandante de la Revolución Cubana, pasó 20 años en las cárceles castristas. Hoy reside en la Florida.
Vivimos nuevas y preocupantes realidades: Manuel Zelaya ingresó a Honduras, y no se ha refugiado en la embajada de Brasil en Tegucigalpa, sino que ha utilizado ésta como trinchera inexpugnable. Desde allí arenga a sus partidarios a tirarse a las calles a protestar, con el evidente propósito de provocar la violencia.
Simultáneamente, el gobierno brasileño solicitó que la seguridad de su sede en Honduras fuese considerada en el Consejo de Seguridad de la ONU. Además, el presidente Lula aclara desafiante que Zelaya se quedará en su embajada el tiempo que sea necesario. ¿Es esto una muestra del compromiso militante de Lula con la democracia en Latinoamérica? Si es así, esperemos que retire cuanto antes a su embajador en La Habana, hasta que en nuestro país se celebren elecciones democráticas.
Si algo similar hubiéramos hecho en la embajada de Costa Rica en La Habana, con o sin el apoyo del presidente José Figueres, los esbirros batistianos hubieran asaltado el recinto y asesinado a todos los allí refugiados. Con suerte, el embajador tico hubiera sido arrastrado al aeropuerto y embarcado en el primer avión a cualquier parte.
Este subversivo uso de una sede diplomática es parte de un problema más grave. La dirigencia política latinoamericana parece haber confundido la necesidad de afianzar la legitimidad democrática en Honduras con la restitución de Manuel Zelaya, aunque con esta condición tengan los hondureños que violar su propia Constitución y, en consecuencia, deslegitimar la práctica democrática.
Quien violó la Constitución hondureña fue el propio Manuel Zelaya. No sólo la violó repetidamente, sino que irrespetó a las autoridades judiciales encargadas de velar por su espíritu y su letra. Varias veces se le advirtió oficialmente de sus graves e insistentes faltas. Zelaya, más que movido por la terquedad, lo que quería era provocar un abrupto y espectacular desenlace. Lo logró con una orden legal de arresto y en un escenario internacional completamente favorable.
Su deportación, que irrespetó su derecho al debido proceso, no se puede defender. Ningún ciudadano en una democracia puede ser privado de tal procedimiento legal. Ni el acusado de robo, ni el sospechoso de asesinato ni presunto violador de la Constitución.
Un golpe de estado no debe quedar impune en ninguna parte del mundo: ni los que nacen en los cuarteles, ni aquellos que, desde el poder y en nombre de la democracia, se llevan a efecto con el siniestro fin de destruirla. Quienes todavía con dolor recordamos los crímenes y torturas padecidos por amigos y compañeros de lucha bajo una dictadura sabemos que la única alternativa para los pueblos son los derechos consagrados en una Constitución, protegidos por la independencia de poderes y las instituciones democráticas.
Podrían alegar la OEA y los presidentes latinoamericanos la necesidad de que Manuel Zelaya tenga derecho a un juicio justo y hasta a negociar alguna forma de verificación del proceso judicial. Pero ir más allá, por la razón que sea, deja fuera de transcendencia la verdadera y única solución a la crisis hondureña: las elecciones, donde el pueblo decidirá constitucional y libremente a quién quiere como presidente.
HUBER MATOS, comandante de la Revolución Cubana, pasó 20 años en las cárceles castristas. Hoy reside en la Florida.