No lo dice, pero teme, como advertía Sam Huntington, que Estados Unidos se convierta en otra cosa. La gente hace los países, y si la gente es distinta, el país acabará cambiando. De acuerdo con la propuesta de ese legislador, sólo serían ciudadanos norteamericanos con plenos derechos los hijos de padre o madre de tal origen, como sucede con los alemanes, los españoles o los italianos.
La propuesta no va a llegar a ninguna parte. Contradice la decimocuarta enmienda de la Constitución, y es casi imposible derogar o modificar lo que ésta claramente dispone: es americano el que nace o se naturaliza en Estados Unidos. Pero el solo hecho de hacer ese planteamiento describe el ánimo de una parte sustancial de los estadounidenses: sienten que el país que conocieron se les escurre entre los dedos. El presidente es un afroamericano, el número de hispanos crece exponencialmente, aguijoneado por la tasa de natalidad y por la riada imparable de inmigrantes legales e ilegales, y de pronto descubren que hay cinco o seis millones de personas de religión islámica regadas por toda la geografía.
No hay nada sorprendente en la actitud de estos asustados americanos. Todas las sociedades tienden a la uniformidad, e intentan preservar el perfil con el que construyen los estereotipos y elaboran sus mitos. Los tea parties, esas vistosas manifestaciones de indignación general de ciudadanos blancos que defienden la idea de un estado pequeño y fiscalmente responsable, en el que se preserven las libertades individuales, de una manera indirecta son también la expresión nostálgica de aquella América dulce y tranquila que Norman Rockwell pintaba en la primera mitad del siglo XX, en la que esporádicamente se asomaban algunos negros, pero jamás comparecían los hispanos. Entonces no existían.
El argumento nacionalista se lo escuché a un enardecido televidente norteamericano: Estados Unidos está en peligro por la natural falta de patriotismo de las hordas de inmigrantes, carentes de vinculación emocional con el pasado americano. ¿Qué podían significar para ellos la Guerra de Independencia, los padres fundadores, la bandera de las barras y las estrellas o un himno que ni siquiera son capaces de cantar porque no hablan el idioma y porque, todo hay que decirlo, es endiabladamente difícil?
El americano asustado no entendía que aquellos padres fundadores habían creado una república basada en instituciones de derecho que apenas tenía contacto con la idea de nación galvanizada por lazos tribales. Más que con un americano, Madison y Adams, tal vez las mejores cabezas jurídicas de su época, soñaban con un republicano. Un ciudadano que superara los impulsos primitivos de la tribu y se juntara a sus semejantes por la subordinación de todos al imperio de la ley.
Y era cierto. La verdadera lealtad de los ciudadanos en una república, o en lo que más vagamente llamamos un "estado de derecho", no es hacia los símbolos patrios o a la narrativa histórica, sino hacia los principios e ideas que dan sentido y forma a la sociedad. Si mañana los fascistas, los comunistas o cualquier otro grupo que aborrece el respeto por las libertades individuales se apoderaran del gobierno en Washington, lo patriótico sería rechazarlos y combatirlos, porque la república fue creada precisamente para mantener la vigencia de estos derechos personales. La lealtad republicana no es a una patria abstracta, sino a ciertos valores y principios.
Es cierto que los inmigrantes no pueden percibir la nación norteamericana con la misma carga emotiva de quienes se sienten parte de su historia mítica; es verdad que a los descendientes de esclavos, cuyos antepasados eran explotados por los padres fundadores, también suele estarles vedada esa emoción primaria, oscuramente tribal, pero la república es otra cosa distinta. Otra cosa mucho más racional y hermosa: ésa es la verdadera casa de los inmigrantes.
La gran ironía es que ese vínculo de los inmigrantes con el nuevo país de adopción está mucho más cerca del espíritu de los padres fundadores que en 1787 redactaron la Constitución que el que anima al americano asustado de nuestros días. La historia está llena de paradojas.
La propuesta no va a llegar a ninguna parte. Contradice la decimocuarta enmienda de la Constitución, y es casi imposible derogar o modificar lo que ésta claramente dispone: es americano el que nace o se naturaliza en Estados Unidos. Pero el solo hecho de hacer ese planteamiento describe el ánimo de una parte sustancial de los estadounidenses: sienten que el país que conocieron se les escurre entre los dedos. El presidente es un afroamericano, el número de hispanos crece exponencialmente, aguijoneado por la tasa de natalidad y por la riada imparable de inmigrantes legales e ilegales, y de pronto descubren que hay cinco o seis millones de personas de religión islámica regadas por toda la geografía.
No hay nada sorprendente en la actitud de estos asustados americanos. Todas las sociedades tienden a la uniformidad, e intentan preservar el perfil con el que construyen los estereotipos y elaboran sus mitos. Los tea parties, esas vistosas manifestaciones de indignación general de ciudadanos blancos que defienden la idea de un estado pequeño y fiscalmente responsable, en el que se preserven las libertades individuales, de una manera indirecta son también la expresión nostálgica de aquella América dulce y tranquila que Norman Rockwell pintaba en la primera mitad del siglo XX, en la que esporádicamente se asomaban algunos negros, pero jamás comparecían los hispanos. Entonces no existían.
El argumento nacionalista se lo escuché a un enardecido televidente norteamericano: Estados Unidos está en peligro por la natural falta de patriotismo de las hordas de inmigrantes, carentes de vinculación emocional con el pasado americano. ¿Qué podían significar para ellos la Guerra de Independencia, los padres fundadores, la bandera de las barras y las estrellas o un himno que ni siquiera son capaces de cantar porque no hablan el idioma y porque, todo hay que decirlo, es endiabladamente difícil?
El americano asustado no entendía que aquellos padres fundadores habían creado una república basada en instituciones de derecho que apenas tenía contacto con la idea de nación galvanizada por lazos tribales. Más que con un americano, Madison y Adams, tal vez las mejores cabezas jurídicas de su época, soñaban con un republicano. Un ciudadano que superara los impulsos primitivos de la tribu y se juntara a sus semejantes por la subordinación de todos al imperio de la ley.
Y era cierto. La verdadera lealtad de los ciudadanos en una república, o en lo que más vagamente llamamos un "estado de derecho", no es hacia los símbolos patrios o a la narrativa histórica, sino hacia los principios e ideas que dan sentido y forma a la sociedad. Si mañana los fascistas, los comunistas o cualquier otro grupo que aborrece el respeto por las libertades individuales se apoderaran del gobierno en Washington, lo patriótico sería rechazarlos y combatirlos, porque la república fue creada precisamente para mantener la vigencia de estos derechos personales. La lealtad republicana no es a una patria abstracta, sino a ciertos valores y principios.
Es cierto que los inmigrantes no pueden percibir la nación norteamericana con la misma carga emotiva de quienes se sienten parte de su historia mítica; es verdad que a los descendientes de esclavos, cuyos antepasados eran explotados por los padres fundadores, también suele estarles vedada esa emoción primaria, oscuramente tribal, pero la república es otra cosa distinta. Otra cosa mucho más racional y hermosa: ésa es la verdadera casa de los inmigrantes.
La gran ironía es que ese vínculo de los inmigrantes con el nuevo país de adopción está mucho más cerca del espíritu de los padres fundadores que en 1787 redactaron la Constitución que el que anima al americano asustado de nuestros días. La historia está llena de paradojas.