Después de los sufrimientos indecibles de todos los pueblos sometidos a las diversas facetas del socialismo, ahora se pretende resucitar este último bajo el disfraz del "socialismo del siglo XXI", peregrina idea que desarrolló un profesor alemán de la UNAM: Heinz Dietrich Steffan.
El libro de marras está lleno de lugares comunes, y pretende "revigorizar el marxismo" con algunos ingredientes gramscianos que giran en torno a la "economía de las equivalencias", basada en la fallida teoría comunista del valor, expuesta en El Capital, que sostiene que es el trabajo el factor que determina el valor de las cosas, y refutada contundentemente por Carl Menger.
El presidente de Ecuador, Rafael Correa, la emprende de continuo contra el mercado, lo cual revela que a este doctor en Economía no le debieron de explicar la función elemental que desempeñan los precios como suministradores y compiladores de información; y que si los precios son falseados por el gobierno, tal como ocurre en Ecuador, la asignación de los siempre escasos recursos queda alterada y repercute negativamente en los salarios y en el ingreso real de la gente.
Correa canta loas a la justicia social, sin tomar en cuenta que, en el mejor de los casos, es ésa una expresión groseramente redundante, ya que la justicia no puede ser mineral o vegetal y, en el peor, vulnera la clásica definición de Ulpiano de "dar a cada uno lo suyo" para, en su lugar, sacar a unos el fruto de su trabajo y entregárselo a quienes no son sus propietarios.
Correa habla permanentemente de derechos, pero en verdad habla de pseudoderechos: no olvidemos que sus huestes pretendieron incluir en la Constitución ecuatoriana "el derecho al orgasmo para la mujer".
Típico de los socialismos es la permanente y reiterada intromisión del aparato estatal en el sector de la prensa independiente. Como es sabido, Correa inició una demanda contra los directores de La Hora de Quito, expropió canales televisivos y creó uno estatal, además de un periódico (El Telégrafo).
Los desaguisados de gobiernos anteriores en nada justifica que se acentúen los males presentes con nuevos embates contra los más pobres, en cuyo nombre se implantan e imponen controles y regulaciones estatales que conducen, precisamente, a la acentuación de la pobreza. Es por esto que ahora crece el trabajo informal, como una defensa frente a la maquinaria impositiva, que exprime y deglute todo lo que toca, al tiempo que el déficit fiscal y el gasto público crecen a pasos agigantados, en un contexto de marcos institucionales desquiciados en los que la separación de poderes resulta una quimera.
Alguien decía el otro día que hay que reconocerle a Correa que maneja muy bien la lengua indígena, que se le debe aplaudir por esto porque facilita grandemente su comunicación con los sectores desprotegidos, y que es necesario separar las cosas y diferenciarlas de otros aspectos de su gestión. Sin perjuicio de que, en el caso aludido, esa comunicación facilita la introducción de desconceptos monumentales que hacen daño a los indígenas, tiene sus bemoles eso de separar las cosas y saber reconocer lo bueno de una persona, por más que tenga otros lados tenebrosos. Pues depende del peso de los lados oscuros y de la sensibilidad de cada uno.
En cualquier caso, es triste que se insista en los modelos autoritarios, por más que se revistan con fachadas democráticas, ya que no quedan vestigios de respeto a las minorías y consecuentemente no se conoce el significado del Estado de Derecho. Los Chávez, Morales, Ortega, Castro, socios de Correa en sus fechorías, en realidad instauran una patética cleptocracia y marcan una peligrosa deriva en el continente.
Cierro esta columna con una cita de Ezra Taft Benson, de una conferencia que pronunció el 25 de octubre de 1966 pero que es aplicable a cualquier país al que se le introduzcan políticas estatistas con la suficiente perseverancia:
Cuando Nikita Kruschev visitó EEUU, lo entrevisté en mi calidad de miembro del gabinete de Eisenhower. En esa oportunidad vaticinó que nuestros nietos vivirían bajo el comunismo; agregó que nosotros sentimos rechazo a la palabra comunismo, pero que con dosis constantes de socialismo no resultaría necesario recurrir a las armas, puesto que, con el tiempo, caeremos en sus manos como fruta madura.