Pues bien: en esto, Hollywood, que tan bien cuenta las cosas, miente.
Miente porque al presidente sólo le pasan esas cosas cuando los mismos que están encargados de protegerlo ponen en su camino alguna tentación y lo filman o lo graban o lo fotogrfafían, y lo hunden. O le meten en el Despacho Oval a una becaria decidida a no mandar sus vestidos al tinte, o cogen a un par de periodistas de su confianza y les ofrecen un Garganta Profunda. Y eso no pasa sólo con el hombre supuestamente más poderoso del planeta, sino con otros que tienen tanto poder como él, que no son pocos. No alcanzan los dedos de las manos para contarlos.
El poder es un entramado de lealtades. Mientras ese entramado funciona, el poderoso se mantiene en la cumbre. Y mientras está en la cumbre, puede hacerlo todo, hasta matar, si le place y le parece adecuado, como bien explicó públicamente hace poco Felipe González, cuando dijo que "podía haber volado a la cúpula de ETA" y no lo había hecho (lo cual le revela doblemente torpe, porque si esas prerrogativas no se ejercen, el tejido de seguridad se debilita... y la cosa acaba como acabó con los GAL). Por supuesto, también puede violar a quien se le ocurra, hembra o macho, sin que ello le acarree consecuencia alguna. Y puede pedir que le traigan a la prostituta más cara de Nueva York a su habitación si se siente muy urgido: la pagamos con nuestros impuestos.
DSK, presidente de esa muy influyente organización de carácter neocolonial y duramente antiliberal que es el FMI, y más que probable candidato a la presidencia de Francia, es decir, a la copresidencia del eje francoalemán, era uno de esos hombres con poder de verdad. Hasta que algo se deterioró en el tejido de la red que le mantenía allá arriba y por el agujero más grande se coló Ophelia, nombre en clave de una señora africana de 32 años, cuyo nombre real no se ha hecho público y de la que se sabe que vive en el Bronx, lleva el pelo teñido de rubio y tiene una hija de 16. Hasta fueron entrevistados sus vecinos. O sea, que el nombre en clave no protege a nadie, es sólo un detalle de protocolo de los servicios.
Cuando una mujer así, que no es nadie realmente en el mundo en que vive DSK, presenta una denuncia por violación y es escuchada y se procede sin vacilar en su favor, algo funciona mal, muy mal, en el universo del acusado. Lo normal (y que debe de haber ocurrido muchas veces antes, incluso al propio DSK, por eso es normal) es que la denuncia no se registre en ninguna parte, que alguien muy influyente y muy desconocido hable con ella y le ofrezca una generosa reparación (todo hombre y toda mujer tienen un precio, salvo Groucho Marx, que tenía dos), y que si ella persiste en su dignidad simplemente desaparezca, como desaparece tanta gente en los malos barrios en que vive. Hay una notable desproporción entre las posibilidades de la afectada y las del acusado, más allá del griterío neofeminista que se levantó de inmediato, en cuanto se supo lo que los demandantes querían que se supiera sobre DSK: que era un violador de inmigrantes africanas, un esclavista y un machista.
Alguien dirá: si querían quitárselo de encima, ¿por qué no lo mataron? Es que ya no se lleva, salvo en el caso de Ben Laden. Hubiera sido estúpido asesinar a Nixon por aquello de jugar al ping pong con Mao, si se lo podía empapelar con los pecados del Watergate. O asesinar a Clinton, si bastaba una jovencita para que mordiera el anzuelo. En el caso Clinton (como va a suceder en el caso DSK), además, estaba de por medio una esposa ambiciosa, que no sólo aguantó la tormenta, sino que salió de ella reforzada. No. Basta con disponer para el poderoso a derribar lo que Benito Mussolini llamaba morte civile, una muerte civil, que no hace falta decretar, como en el fascismo: es suficiente con un escándalo que lo aparte para siempre de la vida pública.
DSK es un muerto político. Supongamos que se demuestra su inocencia, algo tan difícil de probar como su culpabilidad: no hay resurrección posible. El mero hecho de que haya tenido que contratar a los abogados de Michael Jackson ya es una demostración de su infinita e irreparable soledad. Ningún bufete francés acudió en su ayuda. Ni siquiera Jacques Vergés, defensor de Carlos, el Chacal, se propuso para tal tarea. Hasta el Chacal tenía más porvenir que DSK. Como siempre, los idiotas, que son abrumadora mayoría, miran el dedo y no el cielo al que señala: la violación de una inmigrante africana (casualmente sola en un hotel donde la limpieza se hace en brigadas, es decir, en pareja, como en la Guardia Civil, y por las mismas razones: defensa ante un riesgo real) les parece mucho más curiosa que el asesinato político de un político.
No me gusta Strauss-Kahn: es un tipo desagradable (disgusting, dicen con más precisión los ingleses) y retorcido que presidía hasta hace unos días una institución que roba a todo el mundo por partida doble. Me parece espantoso que hubiera podido llegar a la presidencia de Francia, tanto como si el candidato fuera Fouché o Rubalcaba. Y es verdad que si le pegaban un tiro lo convertían en un mito (ya lo propuso Henri Lévy, hablando del modo en que el tipo quería "humanizar" el FMI, volcarlo hacia la izquierda –más– y regresar triunfante, ya camino del Elíseo). Pero lo que acabamos de presenciar es también su asesinato. No lo digo con ánimo de reivindicarlo: sólo apunto a que es muy probable que los sujetos y sujetas que lo hicieron probablemente sean peores que él. ¿Quiénes?
DSK se estaba ocupando de la deuda externa de los Estados Unidos, que superó ya los 14 billones de dólares. Había sugerido que el dólar no podía mantenerse como divisa universal, y hasta había sugerido la posibilidad de establecer una nueva divisa, no ligada a país alguno. Es decir, era el representante de la política del eje francoalemán, que aspira a poner a los Estados Unidos en la misma línea de países rescatables que Grecia o Irlanda. Rescatar significa en ese lenguaje dar a la víctima la posibilidad de endeudarse aún más, pero con ellos. DSK era el más atrevido de cuantos exhiben esa pretensión.
Tal vez no lo hayan matado por eso.